La marcha y el aire

0 3

Por Ariel Scher

Ahora ese hombre piensa que el aire no sirve para nada.

El aire no sirve para nada, desde luego que no sirve para nada, porque donde ese hombre tiene ahora los pies y los sueños, en la Plaza del Congreso, y alrededor de la Plaza del Congreso, y a unas cuantas cuadras de la Plaza del Congreso, lo único que hace el aire es portarse como un mandadero sumiso que lleva y trae gases que hacen llorar, que lleva y trae estruendos que hacen temblar. Maldito aire puesto al servicio de los gases y de los estruendos. Maldito aire, además, porque está presente para eso y, en cambio, se revela ausente cuando los gases y los estruendos obligan a que miles se retrasen y se adelanten, se replieguen pero no se rindan, buscando aire, precisamente aire, porque son muchos y porque andan apretujadísimos, aspirando la misma bronca y aspirando el mismo y escaso aire.

«Me falta el aire», musita, sin aire, una señora de jubilación magra que no le habla ni a ese hombre que, de casualidad o no, tiene a su lado, ni tampoco a los diputados que no la escuchan o no quieren escucharla. Habla al aire, justo al aire, la señora, que apoya la vísceras agotadas y los músculos sin fibra en el cordón de una vereda de la avenida Rivadavia, después de marchar todo lo que pudo marchar hasta que los gases y los estruendos la dejaron sentada. Sentada sin aire. Sentada y llorando. Puede que llore por los gases, puede que llore porque a la distancia vuelan piedras y no la convence en ese instante ninguna piedra que vuela contra nadie, puede que llore por todo.

Se pregunta ese hombre si en otros días, días con aire, la señora de la jubilación magra habrá avanzado a través de aires buenos, con la guita poca de su jubilación magra, detrás de algún regalo para, por ejemplo, un nieto. Se lo pregunta ese hombre no a la señora y sí rumbo a sus adentros porque a centímetros de la señora, con los ojos apretados, con los índices frotándose esos ojos, con el aire jodido y pendiente, un muchacho envuelto en un guardapolvos blanco, alguien que podría ser el nieto de la señora, usa el poco aire que encuentra para contar que un ratito antes ni aire le quedó. «Me faltaba el aire», confiesa primero, casi sin aire en el paladar, y luego, todavía con menos aire, confiesa más, confiesa que el aire se le fugó, y que el horizonte se le fugó, y que buena parte de la comprensión se le fugó cuando el aire le llenó los ojos de gases y de lágrimas, y que lo último que vio antes de llenarse de eso fue que las balas de goma pasaban cerca. En ritmo de confesiones, el muchacho del guardapolvos blanco le confiesa algo más a ese hombre: «Son unos hijos de puta».

Una piba que es compañera, amiga o socia de circunstancias del muchacho de guardapolvos blanco amarra el aire ínfimo para rogarle a una columna de estudiantes en retroceso: «Compañeros, no se vayan de la plaza». En realidad, no concluye con la palabra «plaza» porque cuando eso está por ocurrir, y también cuando acaricia con la mano zurda al hombro derecho del muchacho de guardapolvos blanco, el aire se corta, se corta más de lo cortado que estaba, se corta del todo. Ese hombre lo registra porque ahora es él quien se advierte sin aire. Y la piba, la que no concluyó con la palabra «plaza», le pide «por acá, por acá» porque lo que corta el aire es que un auto y cuatro motos policiales se meten entre la multitud, en dirección al Congreso, acelerando al compás de las puteadas.

En una fugacidad cabe, a veces, un libro de historia. Ese hombre recorre en esa fugacidad un libro de historia que es la historia argentina o es la historia suya: sin aire, sin aire, sin aire, se le apilan en la memoria las páginas de otras jornadas sin aire en las que la irrupción de policías o de otros agentes estatales armados desembocó en cosas más horribles, inclusive, que la pérdida de aire. Sin ir más lejos, admite aterrado, en la muerte. Pero no sólo no hay aire sino que no hay tiempo. Cada segundo de ese día sin aire es un libro de historia. Una mujer cae en la calle, al borde del roce de las motos. Maravilla en medio de la furia y del pánico: esa mujer se levanta. El auto y las motos policiales se apuran, se esfuman. Alguien comenta que el enemigo no son ellos sino los que los mandan. Alguien replica que quizás así sea, pero por qué carajo hacen los que les mandan a hacer. Alguien añade que los ricos se las arreglan seguido para que los pobres peleen contra los pobres. «Ya pasó, ya pasó», sintetiza la piba que antes había rogado «por acá, por acá» y ahora no completa la palabra «plaza» porque invierte el aire mínimo en pronunciar otras palabras que ese hombre no sabe si retratan lo que recién vio o lo que ocurre en algún otro espacio de ese universo sin aire que circunda al Congreso. Dice «cacería» la piba, dice «emboscada» la piba. Dice «mierda» la piba.

«Aire, aire, aire», reclama un tipo de unos sesenta diciembres que carga a una dama más joven que se acaba de quedar sin aire. Aun sin aire, entre los ríos de personas sin aire se abre un caminito y el pedido se cumple. El tipo y la dama logran salir en busca del aire extraviado y ese hombre, el hombre que hace horas piensa que el aire no sirve para nada, se toca la garganta dura, se enfoca los zapatos empolvados y se enoja de nuevo con el aire y con el mundo porque verifica que el aire no sirve para nada. No es una conjetura poética: es lo que oye. «Nada de esto está saliendo al aire» le susurra un periodista que es su amigo y que viaja de ida y de vuelta por la Avenida de Mayo sin aire pero con un cuaderno en el que también viaja, desde la tapa, una frase de Rodolfo Walsh: «El periodismo es libre o es una farsa». A ese hombre lo alegra que Walsh, gracias a ese cuaderno, forme parte de la protesta social en las calles, pero no le alcanza. El aire denso lo arrima más a la farsa que a lo libre. No necesitaba que se lo corroboraran, pero la certificación lo golpea: le informan que no se informa, le informan que el aire televisivo no saca o casi no saca lo que acontece en donde a la vida se le extingue el aire, en bastante más que la zona del Congreso. Lo entiende ese hombre: el ahogo comunicacional es, esta etapa, una máquina por excelencia de quitar el aire.

Maldito aire, siente ese hombre que tose su tos y la tos de otros y de otras cuando ya no transita por la Avenida de Mayo y sí por la 9 de Julio. «¿Qué cosa es el aire?» quisiera interrogar en voz alta, en voz altísima, pero no lo logra porque la garganta se le mantiene dura y porque viejos y nuevos protagonistas de las marchas argentinas le indican que se apure, que más atrás hay represiones y que más adelante nadie intuye bien qué es lo que hay. Se indaga sin sacudir los labios, entonces, ese hombre y necesita dilucidar por qué maldice al aire, por qué le falta el aire, si ahora, al menos ahora, no inspira gases y no aprieta los huesos entre cuerpos y cuerpos. La respuesta le llueve rápido gracias a otras preguntas: ¿dónde estará ese alumno que lo saludó con una bandera en la mano?, ¿qué será de esa prima que trajo por segunda vez a los hijos?, ¿se habrá alzado o seguirá sentada la señora de la jubilación magra?, ¿se cuidará lo suficiente el muchacho del guardapolvos blanco?, ¿habrá traído pañuelo para cubrirse de los gases ese vecino que durante la noche anterior le había guiñado el ojo antes de lanzarle un «mañana, en la Plaza»?, ¿estarán en sus casas los conocidos y los desconocidos?, ¿estarán libres?, ¿estarán sanos?, ¿por qué le quitan la plata a los jubilados?, ¿cómo se defiende, en un contexto así, la idea esencial de que la condición humana es mejor condición si los humanos se organizan y no si cada uno es, como proponen ciertos voceros de esta época, nada más que cada uno?

Lo aprende por lección enésima ese hombre mientras un señor le sugiere no bajar al subte porque, según parece, en el subte también tiraron unos gases o sea que tampoco hay aire. Lo aprende con dibujo de pregunta ese hombre que también tiene aprendido que ningún abismo es definitivo pero que todos los abismos lastiman: ¿Lo que asfixia es la falta de aire? ¿O la angustia? ¿O la impotencia?

Ese hombre no interpreta si lo delatan los zapatos empolvados o si lo que lo evidencia son las muecas que distinguen a las gentes sin aire. Algo de eso debe ser, calcula, porque, desde un colectivo que se adelanta lento, una cara lo mira con desprecio o con ira, quizás porque lo reconoce manifestante, quizás porque le reprocha el adelanto lento, quizás porque también le robaron el aire y ni se enteró. A ese hombre lo surca la tentación de plantarse frente a esa cara y regalarle un frase de Montesquieu, la que dice «una cosa no es justa porque es ley, es ley porque es justa», pero archiva el aire de reserva para gastarlo en la larga caminata de regreso a su hogar. Otra cara le ofrenda algo peor: parpadea, desde el mismo colectivo, como si nada, como si diera igual que la existencia tuviera o no tuviera aire. Ese hombre apunta sobre esa cara y no puede no soltar nueve vocablos de Antonio Gramsci que, todos juntitos, definen demasiado: «La indiferencia es el peso muerto de la historia». «La indiferencia es el peso muerto de la historia», pero ese hombre, inclusive sin aire, no se engaña y registra que la cara indiferente perdura indiferente.

El final del recorrido de ese hombre es con el teléfono entre los dedos. Cada respuesta que se resume en un «estoy bien» funciona como un impulso para desempolvar los zapatos, para ablandar la garganta, para evaluar que hay días en los que el aire no sirve para nada, pero la que sirve es la gente que se le atreve al aire y a unas cuantas cuestiones más.

Entonces, ese hombre enfrentado con el aire, por fin, toma aire. La vida acaso no sea otra cosa que desafiar inclusive al aire para resolver por qué cosas vale la pena respirar.

(Del muro del periodista Ariel Scher)

Buenos Aires Sos

View all contributions by Buenos Aires Sos

Leave a reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *