Con la lucha y la organización los desalojados de Pavón al 4700 palpitan su casa propia

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25 de octubre de 2016.- (Por Patricio Fiorentino).-  Las treinta familias que atravesaron largos meses de angustia bajo el riesgo de desalojo hoy, formados en cooperativa, siguen de cerca el proceso para la construcción de las nuevas viviendas en el predio de Villa Soldati.

Para las treinta familias de la casa de Pavón al 4700, en el barrio de Boedo, fueron infinitas las noches en que dormir bordeaba la utopía. Algunos, desvelados por la preocupación y la incertidumbre, hacían rondas nocturnas por el barrio, temerosos de que un operativo de desalojo sorpresivo despierte agresivamente a sus hijos. Un año y medio duró ese trance, desde el primer intento de la Justicia de removerlos a la fuerza de las casas que ocupaban, algunos desde hace más de 20 años, hasta que su lucha y persistencia lograron una salida. Hoy duermen mejor y el sueño de la casa propia se puede tocar.

el 18 de marzo de 2015 fue la primera vez que la Justicia porteña se apareció en el edificio de Pavón 4127, en pleno Boedo, para avanzar con el desalojo del predio que exigía como propia la empresa Pavón Plaza. 18 meses después de esa embestida, la Cooperativa de Vivienda Limitada El Surco que armaron los vecinos para formalizar su unidad tendrá en sus manos tres proyectos arquitectónicos para diseñar lo que será su próximo hogar: una fábrica abandonada en Lafuente 2641, en el barrio de Villa Soldati, se transformará en 30 viviendas de tres y cuatro ambientes. Y sus propietarios serán aquellos que hace un año y medio escucharon cómo un golpe en la puerta casi lleva sus vidas y las de sus familias al abismo.

«Es un sueño hecho realidad. La sensación de lucha, de tanto esfuerzo, que termina con conseguir un futuro para mis hijos. Yo puedo no dormir o no tener para comer, pero le voy a dejar a mis hijos un lugar para vivir, para que puedan estudiar». El que habla es Diego Armando Segovia, de 29 años, quien heredó su nombre de Maradona y vivió la mitad de su vida en la casa de Pavón. Se mudó cuando conoció a una chica, que luego fue su novia y hoy es la madre de sus tres hijos, Ariel, Mayra y Mateo, de 11, 10 y 8 años. Todos nacidos y criados en el edificio que hace pocos días tuvieron que abandonar, pero ahora en busca de un futuro mejor. «Lo que yo espero», dice Diego, «es que todos los integrantes de la cooperativa vivamos en paz, pero también hacerle saber a la gente lo que vivimos, para que siempre haya esperanza».

Desde ese tenso 18 de marzo, a Diego la llegada de la noche no lo dejaba descansar. Todo lo contrario, lo alertaba. «Yo me dormía muy tarde y algunas noches salía a dar vueltas por la cuadra, para chequear que no haya ningún operativo, que no nos sorprendan dormidos. Daba vueltas a la manzana. Me desesperaba pensar que podían entrar a la noche, que mis hijos atraviesen esa situación. Vivir así fue una tortura». Hoy las treinta familias que componen la cooperativa El Surco siguen de guardia. Se alternan bajo un riguroso cronograma para que siempre haya alguien en el nuevo predio de Lafuente. Ya no cuidan que no los barran de sus casas; ahora cuidan el lugar donde ven crecer sus sueños.

EL FUTURO YA LLEGÓ

Uno de los proyectos tiene previsto la construcción de una pileta. Otro una cancha de fútbol. Entre uno y otro, varían las dimensiones de los espacios comunes y la distribución de las casas. De las tres propuestas que preparan los arquitectos de la Cooperativa de Trabajo TAVA, los vecinos deberán definir qué cosas les gustan y cuáles no. Deberán consensuar hasta llegar a un proyecto potable y posible. Allí arrancará la ronda burocrática. Aprobado el plan por la cooperativa El Surco, tendrá que pasar por las manos del Instituto de Vivienda de la Ciudad (IVC) y por la Dirección General de Registro de Obras y Catastro. Cuando el expediente acumule los sellos y firmas requeridos, recién ahí el IVC empezará a bajar los fondos para financiar las obras que los vecinos podrán pagar con créditos blandos y a tasas subsidiadas por 30 años. Un proceso tedioso pero que, en definitiva, no es más que el túnel a atravesar para ver al final la luz del techo propio.

 

 

 

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