Un paro con mucha historia

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Estamos cerca de un 8 de marzo muy especial, que vuelve articulado internacionalmente como en su origen, cuando fue propuesto por las mujeres socialistas y, en nuestro país con el énfasis puesto por el Ni una Menos.

Es una excelente oportunidad para recordar al movimiento feminista que hizo posible que estemos donde estamos. Nosotras como activistas tenemos la obligación de velar para que no se pierda la memoria de sus luchas y así poder establecer continuidades con quienes nos precedieron.

Cuando afirmamos que el feminismo surge de las transformaciones políticas, económicas y sociales producto de la Revolución Francesa y del proceso de industrialización, estamos hablando de un nuevo sujeto colectivo que pone sus demandas en la arena pública.

Mujeres que se rebelaron contra un mundo que las discriminaba hubo siempre, pero no constituían un movimiento social, no participaban en actividades públicas como  portadoras de intereses sociales y políticos. Las movilizaciones son necesarias para visibilizar su lucha y ser reconocidas como una categoría social. En ese sentido, desde su aparición en las convulsionadas épocas de la Revolución Francesa, las demandas  de las mujeres, amplían los límites de la política, discutiendo temas que no se consideraban pertenecientes a ella, porque se los consideraba “naturales”, como por ejemplo que las mujeres no tuvieran acceso a la educación, a la propiedad, al voto, entre otras muchas cosas.

Las mujeres querían ni más ni menos que el acceso a ciudadanía, en una sociedad que se suponía había anulado los privilegios del Antiguo Régimen. Y es justamente  porque la Ilustración reflexiona sobre los ideales de razón, progreso, justicia universal, entre otros, que constituye el contexto social y  la comunidad discursiva desde donde las mujeres pueden reclamar porque esos ideales sean realmente universales. Cosa que hicieron durante todo el siglo XIX las sufragistas, socialistas, anarquistas y librepensadoras, que constituían un amplio movimiento que comenzó a llamarse feminista al final de la centuria.

Ni en esos momentos iniciales ni después, el feminismo puede ser separado de las luchas sociales de su tiempo. Si las revolucionarias del fin del siglo XVIII demandaban el derecho a la propiedad, también exigían puestos de trabajo para las mujeres pobres, el reconocimiento de los hijos naturales y analizaban la prostitución en relación a la miseria en que vivían las mujeres del pueblo.

Ni que hablar de las luchas de socialistas y anarquistas que convulsionaron el siglo XIX, e incluso de las mismas sufragistas, que se unían a los reclamos de las mujeres sindicalistas y las agrupadas en los partidos revolucionarios.  Los sabihondos de izquierda deberían informarse mejor de las discusiones en torno a la “condición de la mujer” en los partidos anticapitalistas europeos y americanos. Respetar esa tradición nos hubiera ahorrado enfrentamientos desgastantes a las mujeres feministas de izquierda un siglo después.

Las sufragistas, si bien tenían al voto como meta a alcanzar, en realidad, ese derecho resumía sus anhelos de cambio social más profundo y para lograrlo inventaron maneras creativas de estar en la calle, utilizando  incluso la acción directa.

Si vemos la historia del feminismo en nuestro país y América Latina vemos también un movimiento que no está aislado de las luchas de su tiempo. Las mujeres se van haciendo visibles en interacción con otros actores políticos en un espacio que comparten no sin tensiones.

En la Argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX, socialistas, anarquistas y liberales librepensadoras, luchaban por la ciudadanía plena de las mujeres y las condiciones laborales de las obreras y sus hijos, por el divorcio y la separación de la Iglesia del Estado y, en el caso de las anarquistas, dieron discusiones tan de avanzadas que solo fueron retomadas por las feministas radicales de la Segunda Ola muchos años después.

Fue ese feminismo de la Segunda Ola, el que tuvo lugar en las décadas de los sesenta y setenta, del siglo pasado, el que  desafió aún más un orden social y cultural que se creía “natural”, al ver el conflicto en zonas de la vida cotidiana donde  se lo suponía ausente, aportando marcos de interpretación nuevos que colocan al amor, la maternidad, la sexualidad, la reproducción, es decir a la intimidad,  dentro de la esfera de la política. Pero quedaba claro en esa época que era imposible pensar en una sexualidad libre, por ejemplo, en un mundo de opresión capitalista.

América Latina no estuvo ajena a este proceso de revitalización del feminismo, en un contexto de alta politización y cambios acelerados. Sin embargo, dentro de un continente tan grande y complejo, las situaciones nacionales variaron notablemente, lo que implica procesos diferentes. Había países con dictaduras y países con democracias más o menos estables. Regiones enteras inmersas en guerras civiles atroces, como Centroamérica o en violencias perdurables de “baja intensidad” como Colombia. Sociedades multiétnicas y otras que se creyeron siempre blancas…Lo que si podemos afirmar es que el feminismo en América Latina siempre estuvo comprometido con las luchas por la justicia social a la vez que se reclamaba autónomo de los partidos políticos.

Algunos feminismos nacieron de pequeños grupos de concientización, otros al amparo de partidos de izquierda, (no sin conflicto, ya que para gran parte  de ellos, las feministas eran unas  burguesas que le “hacían el juego al  imperialismo yanqui”);  muchas de sus acciones fueron “protegidas”  por la Década de la Mujer, declarada por la Naciones Unidas entre los años 1975 y 1985, que las feministas supieron utilizar sobre todo en países con dictadura militar.

Las mujeres latinoamericanas siempre participaron en los partidos políticos, en la acción sindical, en el movimiento estudiantil, en las organizaciones armadas, el movimiento campesino, en los organismos de Derechos Humanos, las organizaciones por la supervivencia, etc, pero lo hicieron acompañando las luchas generales, no con demandas específicas como mujeres.

Pero es muy interesante comprobar cómo las demandas de las feministas permearon las organizaciones sociales de mujeres, se reconozca o no. Así vemos que las indígenas comenzaron a hablar de la violencia que sufren dentro de sus comunidades y cómo sus reclamos fueron tomados por la Ley Revolucionaria de Mujeres del Ejército Zapatista, en 1994.

El movimiento feminista hoy es un espacio diversificado, plural, compuesto por mujeres feministas que están en la calle pero también haciendo lobby en los parlamentos, que tratan  de cambiar las rígidas estructuras patriarcales de los sindicatos, que actúan en las universidades, en los partidos políticos, en los movimientos sociales y formando parte de organismos internacionales. Incluso los medios de comunicación virtuales posibilitan la solidaridad más allá de los estados nación.

En los últimos años, muchos grupos de mujeres se autodenominan pertenecientes al feminismo popular y organizadas, luchan en el movimiento popular urbano y rural.

Son especialmente activos los grupos que enfrentan el deterioro del medio ambiente, ya sea por la extensión del cultivo de la soja y la utilización de plaguicidas así como contra la mega-minería y las consecuencias de las grandes obras. En muchos casos no podríamos separar lo que es una organización de mujeres indígenas de los que un movimiento campesino o uno ecologista. La devastación que provocan  las políticas neoliberales en el continente hace que la lucha tenga varios frentes, todos interrelacionados, luchan por su cuerpo y por su territorio, como afirman ellas mismas. El caso de Berta Cáceres es paradigmático, como dirigente del COPINH (Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras), soñaba con “una sociedad de libertad y dignidad, con autodeterminación y soberanía (los distintos tipos de soberanía, no sólo económica, sino de territorios políticos), del cuerpo (incluyendo los cuerpos de las mujeres), que tiene que ver con el derecho a la libertad del pueblo, de la igualdad frente al sexismo y el racismo, de nuestra propia construcción de las relaciones económicas de solidaridad con cooperación entre los pueblos… una lógica de construcción del tema de la solidaridad en el  país contra el imperialismo, el neoliberalismo, el patriarcado y el racismo.” Como recordarán, Berta fue asesinada el año pasado.

No podemos hablar de América Latina como un territorio homogéneo, ya que existen gobiernos progresistas en algunos países y con brutales políticas neoliberales en la gran mayoría. Y aunque en los primeros ha habido políticas que mejoraron sustancialmente la vida de las mujeres, el límite al progresismo lo constituyen los derechos reproductivos de éstas, en especial el acceso al aborto legal.

En Argentina, el Estado está en manos de un gobierno que está llevando a cabo una brutal transferencia de ingresos que beneficia a los poderosos y que implica entre otras desventuras el avance contra  derechos consagrados en leyes (la de Salud Reproductiva, Aborto No Punible, Educación Sexual Integral), y el desmantelando de políticas sociales de fuerte impacto en las mujeres pobres como Ella Hacen, FINES,  o las  Consejerías pre y post aborto, por nombrar algunas. En ese contexto aparece el fenómeno del Ni Una Menos, que rápidamente es utilizado por el gobierno para implementar políticas contra la violencia desde el Consejo Nacional de las Mujeres.

La denuncia de la violencia contra las mujeres fue  un tema central de las feministas de la segunda ola, ya presente en nuestro país en la década de los setenta. Reaparece en la post-dictadura de manera constante, tanto en la recordadas “Jornadas de ATEM” (Asociación de Trabajo y Estudio de la Mujer 25 de noviembre) realizadas anualmente partir de noviembre 1982, como en la conformación en 1983 del Tribunal de Violencia contra la Mujer, Mabel Adriana Montoya. Incluso de manera creativa y callejera en el Grupo Feminista de Denuncia, unos años más tardeDesde esos tiempos pioneros ha habido avances que incidieron en reformas legales e implementación de diversas políticas sociales (insuficientes) para prevenir y castigar la violencia contra las mujeres.

Volviendo a Ni Una Menos,  como decimos con mi amiga y colega Deborah Daich, para la primera y segunda marcha, más allá de la voluntad de sus organizadoras,  la propuesta tomó un curso donde lo que socialmente primó fue el sentimiento moral (de indignación frente a las muertes, por ejemplo) por sobre los derechos sociales, económicos y políticos de las mujeres.  Pero también, y de seguro sin proponérselo, fue funcional a la construcción oficial de una agenda de género centrada en los crímenes violentos cometidos contra las mujeres.

Ese lavado de imagen del Estado (el pinkwashing, como lo denominan en otros escenarios), va a ser duramente contrastado en la marcha y paro que se están organizando para el próximo 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, ya que las demandas superan ampliamente a la primera convocatoria de Ni Una Menos. Comenzando por la caracterización del giro conservador y la responsabilidad del Estado en el clima represivo que se vive, en el deterioro de las condiciones de vida, en la ilegalidad del aborto y muy significativamente colocando al femicidio como parte de una violencia más amplia. Nos organizamos para cambiar todo, afirma el documento.

Estaremos en la calle para que así sea.

(Por Mónica Tarducci)

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