«SILENCIO…,ABUELITA DUERME…»

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Buenos Aires SOS.- 2 de mayo de 2011.- (Por Rubén Derlis).-  Si sumáramos las superficies que ocupan los cementerios de Chacarita, Británico y Alemán (95 ha), Recoleta (5,5 ha) y el de Flores (27 ha), veríamos que el total de esta suma (127,5 ha) casi llega a las de las superficies que tienen algunos barrios, como San Telmo (130 ha), Villa Real (150 ha) o Coghlan (130 ha), y en otros casos las sobrepasa, como a Villa Ortúzar (120 ha), y ni qué decir de Parque Chas… por citar algunos.

127,5 hectáreas no es poca cosa para el estéril culto de nuestra inveterada necrofilia -los guarismos hablan por sí solos-, pesada herencia itálica e hispánica.  De hecho, hubo muchos más predios para los muertos (no para la Muerte, pues ella no necesita de enterramiento, como tampoco lo necesitarían los cadáveres; ya más adelante responderé por qué), que fueron abandonados cuando se rebasó su capacidad y dieron comienzo los traslados a nuevos enterratorios.  Así tuvimos el de la fiebre amarilla (actual plaza Ameghino), en el de hoy barrio de Villa Urquiza (actual plaza Marcos Sastre), el del Sur o de la Convalecencia (en la actual Plaza España o en cercanías a ella), el de los británicos caídos en las Invasiones Inglesas (actual plaza Primero de Mayo), el que estaba en la manzana despareja de Balbín, Blanco Encalada, Crámer y Monroe (aunque es probable que ocupara sólo parte de ella) entre 1856 y 1876; y seguramente hubo otros.  Así las cosas, todo indicaría que esta afición tiene entre nosotros larga data.

Ahora bien, ¿qué sucedería si no hubiese cementerios y en esos predios se construyeran complejos edilicios para hábitat de los vivos, o se convirtieran en grandes espacios verdes para  juego y diversión de niños, remanso de ancianos, paseo de enamorados con planes a futuro? ¿O acaso los vecinos de nuestra ciudad no están pidiendo a gritos por más plazas, lugares abiertos para beber aire puro, hálito de vida?

Intuyo un brazo extendido a mis espaldas, acusador, con la pregunta en la punta de los dedos como un arma que disparara: ¿Y qué hacemos con los muertos? Contesto sin dubitación: se los crema, como hacen cada vez más en las sociedades civilizadas.  (Y con esto respondo a lo prometido en el paréntesis de unas líneas más arriba).  Claro que no escapa a mi entendimiento que tal idea no pasa de ser más que una expresión de deseo, y un poco más allá, una utopía, pues entre los abundantes prejuicios con que se nutren las religiones, ésta de no cremar cuenta con gran adhesión entre sus adeptos, llevados por la costumbre de enterrar, aunque desconociendo su porqué una considerable mayoría; y también los agnósticos, que aceptan estos términos.

A favor de los enterramientos y de todo su sistema se mueve la parte más importante: la económica, pues ¿de qué vivirían los vivos -en el sentido popular que damos a esta palabra- que viven de los muertos? No pocas industrias y servicios giran alrededor del culto necrófilo generando crecientes dividendos; negocio que dura, cuanto menos, hasta el momento de la exhumación: cuatro años.  Tiempo suficiente como para que el entonces ser querido sea ahora un recuerdo.  Pero habrá un próximo, luego otro, y esto se repetirá hasta el momento en que nos toque ser involuntarios protagonistas.

A fuer de sinceridad convengamos en algo: por querida y extrañada que sea la pérdida, tarde o temprano la visita al cementerio se espaciará; sólo volveremos el día de difuntos o en algún aniversario particular.  Diremos: «lo llevo en el corazón».  No como justificación sino sentidamente, pues si tomamos el corazón como metáfora de cosa sentida, éste es el único lugar para albergar el recuerdo de quien fue.  Bronces, flores, cuidado del jardincito o cantero para mostrar (cuando no lucir) una sepultura bien cuidada, nada agrega a la memoria de quien fue presencia: son sólo aditamentos y costumbre pasada de generación en generación, que de abandonarlos, en lo íntimo nos llenaría de culpa, y en lo social deberíamos confrontar con el qué dirán.  Entonces se asumen más por rutina que por convencimiento.  Desde ya, es una opinión, que si puede ser rebatida desde la lucidez de lo racional, sea; mas no es admisible argumentación alguna apoyada en perimidas pautas culturales.

Ahora bien: ¿por qué tanta negación a la cremación?  Sin lugar a dudas, tal como apunta E. Rayton Pike en su Diccionario de religiones: «Una de las causas de la oposición popular a la cremación es el temor de que, si el cuerpo es completamente destruido por el fuego, sea casi imposible resucitarlo al sonar la trompeta del Juicio Final», aunque otros teólogos «avanzados» opinan que más que de un cuerpo real se trata de un cuerpo espiritual, definición ésta contradictoria en sí misma.  Pero es teología, hobby practicado en la Edad Media y en la actualidad carente de sentido.  La supuesta resurrección no pasa de ser una de las tantas supercherías lucubradas por el oscurantismo, siempre protegido a la sombra de los poderosos a través de los tiempos.  ¿Qué resurrección? ¿Qué más allá? ¿Qué cielo? ¿Qué salvación? Patrañas del cristianismo.  Con muy parecido estilo, pero con otro «gancho», como diríamos hoy, proceden el judaísmo, el islamismo y las nuevas seudo religiones de las diversas iglesias que pululan en nuestros días.

Hasta que no entendamos que no hay salvación a futuro, que el cielo prometido no es más que una imagen poética, que el más allá es una entelequia y que sólo existe el ahora y acá:, -«hay un mundo mejor, y está en éste», dijo el poeta Paul Éluard-, seguiremos alimentando el negocio del enterramiento.  Hoy tendríamos que llegar al cajón -de madera barata, claro- por no ser ya posible el sudario, y terminar con el boato y la exhibición de la postrera riqueza de algunos.  Luego, el fuego purificador.  Mas si así se procediera ¿adonde irían a parar las pingües ganancias de ebanistas de féretros de lujo, la de los floristas y sus ornamentadas palmas y coronas, las de los marmoleros y sus mal llamados monumentos funerarios, las de los bronceros y fundidores y sus placas de harto mal gusto (reloj detenido en una hora precisa con la leyenda: «¡Hora nefasta en que partiste!», o el «Silencio…., abuelita duerme…», frase que más que conmover en la fibra íntima, tiene contornos risibles, inventada por algún necrófilo aneuronal).  Y aún hay más: los cuidadores de sepulturas -que hasta agremiados están- siempre prontos con el recibo mes a mes, y a no olvidarse de oblar la nada modesta cuota, porque el rosal -que también él nos vende-, corre el riesgo de ser estragado por las siempre merodeadoras hormigas, por el creciente yuyal, o de marchitarse por falta de agua.  Y el negocio continúa, porque un enjambre de vendedores de flores nos estará esperando afuera antes de pisar el peristilo.  También tengamos en cuenta, y no es detalle menor, que deberá pagarse un impuesto por exhumación a la Dirección de Cementerios.  Y si no nos llevamos la osamenta de quien fue un ser querido y optamos por un nicho, seguiremos pagando en tanto hagamos uso de él (¿uso?), del mismo modo como lo hacemos con el ABL o la patente del auto.

(Y sólo me refiero a los cementerios municipales, sin soslayar siquiera a los privados, ya que estos no existen dentro del ejido capitalino. Estas tierras improductivas están en la provincia de Buenos Aires, donde no pocos de los ahora allí enterrados también tuvieron tierras improductivas que midieron en cientos o miles de hectáreas. Y ahora allí duermen o descansan –absurdos eufemismos para decir que están muertos–, aquellos que en vida disfrutaron de lo mejor y fueron fervorosos defensores de la propiedad privada. Último lugar de privilegio de clase para cumplimentar un postrer berretín: estar en la pole position cuando se largue la carrera final a un Paraíso inexistente, que de existir, estos creyentes –cualesquiera haya sido la religión profesada– tendrían muy poca chance, no ya de llegar primeros, sino incluso de figurar, por aquello de que el reino de los cielos será de los pobres, etc.).

Salvada esta digresión, pregunto entonces: ¿quién piensa en cremar? Habría que estar loco para cortar esta férrea cadena de pagos forzados. ¿Cremación? ¡Jamás! Es una idea de extremistas que intentan socavar nuestra sociedad despojándola de sus perennes tradiciones, irrespetando a nuestros antepasados…, y cuantas cosas más se deseen agregar para redondear la perorata que inevitablemente rematará: el fuego es cosa de renegados y de ateos. Los escritores José Ingenieros, Horacio Quiroga, Roberto Arlt, Juan Carlos Portantiero, Marco Denevi, Héctor Lastra, Alfredo de La Fuente; los poetas Elvio Romero, Rubén Chihade; el científico Manuel Sadosky; el médico René Favaloro; el político Norberto Laporta; los gremialistas Luis Danussi, Germán Darío Abdala; el músico Walter Heinze, Oscar Matus; María Adela G. de Antokoletz, fundadora de Madres de Plaza de Mayo; el director de teatro Roberto Villanueva, y muchos más fueron una u otra cosa, o ambas a la vez. Afortunadamente para la inteligencia del hombre.

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