PORTEÑO HONORIS CAUSA

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Buenos Aires Sos.- 14 de junio de 2010.- (Por Gabriela Sharpe).- Rubén Derlis –poeta, escritor y periodista– nació en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires,  en 1938. En 1941 viaja con sus padres a la Capital Federal donde se radican, por lo que dice ser «un porteño honoris causa«, y como tal se asume.

Así lo define el poeta Fernando Sánchez Zinny: “Ahora vaga  por los mismos barrios, retiene las mismas amistades, menciona un Buenos Aires ajeno al tiempo y empapado de amor, discute con interlocutores mudos, alega a favor de causas perdidas y escribe para un futuro iluminado, en una ciudad cuya leyenda trascendente habrá contribuido a enriquecer”.

Su mirada vaga por la ciudad de Buenos Aires y su pluma lo registra en su poesía.  En esta entrevista, como no podía ser de otro modo, nos cuenta sobre su relación con Buenos Aires.

¿Qué es el barrio?
El  barrio es la porción de identidad más pequeña, apenas un fragmento pero muy fuerte, que como la pieza de un rompecabezas encaja en el lugar exacto de esa figura mayor que nos construye, a la vez que nos contiene, mientras la vamos armando: la Identidad, que al igual que un mapa tiene otros mojones imprescindibles para hacer el todo: ciudad, provincia, nación. La suma de estas partes “arman” finalmente lo que dirá quiénes somos; por eso pensé en un rompecabezas; no se me ocurre otra imagen.

¿Cuál es su barrio? ¿Qué peculiaridades tiene?
Esta pregunta, en apariencia simple, en algún momento dejó de serla. Para mí, claro, y explico por qué: Siempre me definí como un porteño honoris causa, ya que no nací en la Capital Federal de ayer –la Ciudad Autónoma de hoy– sino en Chivilcoy. Entre 1940 y 1942  me trajeron a Buenos Aires, al barrio de Boedo, donde viví hasta 1962; en setiembre de ese año me fui a Palermo; allí estuve hasta diciembre de 1964, cuando me mudé a Coghlan. Veinte años en Boedo (los de formación porteña, digamos), dos en Palermo (una transición sin mayores alternativas), cuarenta y seis en Coghlan (que no son pocos y donde pienso seguir). Y aquí está la cuestión: Siempre había pensado que seguía siendo de Boedo, aún sin vivir allí, por aquello que alguna vez escribí, que “uno es del lugar donde pateó la primera pelota” y algunas frases más que ahora no recuerdo; pero el trascurrir del tiempo me demostró otra cosa: se deja de pertenecer al lugar que ya no se habita. Habitarlo otorga la  pertenencia. Asumo que es así.  Por lo tanto, siento a Boedo con mayor hondura e intensidad que muchos de los que viven en él, como realmente ocurre; pero aquí no se trata de exaltar mis sentimientos por esas calles, sino de establecer territorialidad, pues la  pregunta es cuál es mi barrio, a la que respondo sin dudar: Coghlan, pues más de cuatro décadas y media de residir en él me da el brevet de pertenencia.
¿Peculiariadades? Seguramente varias, como todos los barrios, pero para mí las más importantes son el silencio, las calles ampliamente arboladas, la baja edificación, y el carecer de “centro” (Monroe no podría definirse como tal), lo que lleva al coghlense a trasladarse hasta la avenida Cabildo -centro de Belgrano-, y librarnos así de los engorros del tránsito y el ruido permanentes.
 ¿Qué otro barrio elegiría? ¿Por qué?
No podría elegir otro barrio. Esa elección se daría únicamente en el caso de tener que mudarme. Y si esto fuera así, lo haría de casa, no de barrio, y talvez  elegiría otra calle (Prometeo, por ejemplo) pero seguiría en Coghlan. Tampoco podría optar por  los barrios donde viví; por una parte porque ambos están “cargados de mucho entonces lejano que acerca sus fantasmas a la vuelta de cualquier esquina” como suelo decirme, lo que me haría “vivir para atrás” (que no es vivir, sino nostalgiar mal); y por otra parte, porque no soporto el deterioro edilicio –entre otras cosas– que tanto Boedo como Palermo siguen padeciendo.

Como poeta,  ¿podría asignarle un olor y un color a la ciudad de Buenos Aires?
Olor no podría, al menos que lo inventara, pero inventar un olor me resultaría imposible dada mi anosmia congénita. En cuanto a un color,  a Buenos Aires la identifico con el gris; pero no un gris apagado, mortecino, sino apacible, sereno, como un fondo para el diálogo. Así como hay un verde Veronés, tengo para mí que hay un gris Buenos Aires, únicamente de ella.

¿Cómo definiría al porteño?
No hay un porteño, ni dos, ni tres, hay más que eso y sus múltiples matices.
El país fue, es, y por lo visto hasta ahora lo seguirá siendo: “crisol de razas”, como aprendimos en el colegio. En tanto y en cuanto sigan llegando inmigrantes, difícil resultará dar con una definición que explique qué es el porteño. Tratar de conformar un arquetipo, casi imposible –al menos para mí– porque cada contingente americano, oriental o europeo que pise esta tierra con ánimo de quedarse y tener descendencia, modificará con sus usos y costumbres lo que creíamos que ya se había consolidado como paradigma del ser porteño: el criollo y sus hijos y los hijos de las grandes inmigraciones italiana y española más otras más pequeñas pero todas provenientes de Europa que se quedaron entre el Mar Dulce y la avenida General Paz formando un grupo bastante homogéneo aunque conservando cada una de ellas sus peculiares características. Pero luego, más acá en el tiempo, hubo oleadas de países limítrofes, de Corea y de China, y una vez más vuelta a empezar. Por lo tanto, nos encontramos con nuevos aportes, nada desdeñables por cierto, para la conformación de este sujeto. Así como a nosotros  nos resultaba natural que un García o un Fernández, un Olivieri o un Longobucco  no fueran ni españoles ni italianos sino argentinos y porteños, para la generación de nuestros hijos o de nuestros nietos también es normal tener como compañeros de estudios o de diversión a un Lee o a un Chan, que ya no son ni coreanos ni chinos, sino argentinos, y  por haber nacido en la Ciudad Autónoma, también porteños.

Por eso se me hace difícil pergeñar un arquetipo, pues el porteño se construye día a día y  aún dista mucho de estar acabado (en caso de que alguna vez lo esté, cosa que dudo, pues es un ente vivo). De ahí que definir qué es ser porteño me resulte imposible, dado la propia dinámica que lo impele. Sería un error intentar armar una definición para salir del paso mirando hacia atrás medio siglo, pues aquel porteño no es el de hoy y tampoco se parecía al del mil ochocientos noventa. Creo que a lo largo de la historia de nuestra ciudad se fue conformando un porteño típico (o mejor: porteños típicos)  acordes al momento que se vivía. ¿Cómo es –o son– los de ahora? No puedo precisarlo; de lo que sí estoy seguro, que no hay un porteño, sino varios, como dije al comienzo.

En estos momentos, ¿la ciudad tiene una vida cultural acorde a una metrópoli?
Sí. Y me atrevería a  decir que aún tiene más ofertas de la que sus habitantes pueden absorber. No creo que sucedas lo mismo en otras capitales del mundo. Pero lo más importante es la cantidad y la calidad de propuestas culturales ofrecidas con carácter gratuito, que no se ven en ciudades de otros países que pasan por ser centros de focalización cultural

Algunas de las obras publicadas por Rubén Derlis son Guía para vagabarrios; Cosas por su nombre; Antología mínima; Boedo y otras Adicciones; Astillas y limaduras.

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