MUSEO DEL CINE PABLO DUCRÓS

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Buenos Aires SOS.- 29 de marzo de 2011.- (Por Juan Chaneton).-   El triple 5 de Salmún Feijóo, en Barracas, esconde un tesoro.  Que se apure el cazafortunas que anhele apropiárselo, ya que el tiempo no pasa en vano y mucho menos en vano pasa si el tesoro en cuestión yace librado a su suerte, sin los cuidados específicos que requiere, a merced de ratas y cucarachas, de la humedad y el moho que viene con ella, del verdín que envilece, del orín que herrumbra, que rompe, que roe, que rabia que nadie se ocupe…!

El tesoro del que hablamos está constituido por un conjunto de películas, de filmes, de cintas, de trajes, de decorados y de toda suerte de ringorrangos y arrequives, de esos que se usan para adornar y decorar una escena que se filma, porque esa escena que se filma es parte de una obra de arte, es una obra del séptimo arte, es el tramo de una película que seguramente esconde dentro de sí toda la magia que su director supo expresar en el trance de filmar, que es como levitar, como acceder a una visión mística, como ver con otros ojos lo que sólo han podido ver, según parece, los santos y los poetas, y filmar es así porque filmar es un acto de creación, es la virtud de un dador de vida, su areté diría un griego amigo de Anaximandro.  Filmar, en suma, es como parir un niño.

¿Y qué estamos haciendo los porteños con el «patrimonio fílmico» que se esconde mal entrazado y peor tratado, como con bronca y junando, de rabo de ojo a un costado, en el «Museo del Cine», ese edificio de Barracas que debería ser una catedral gótica del arte y sólo alcanza la jerarquía de depósito de cosas que no se sabe bien para qué sirven y que, encima, causan gastos al erario público, ya que la conservación y puesta a punto de este Museo cuesta plata, plata de los contribuyentes?

Salió larga la pregunta.  Ocupó todo el párrafo anterior.  Pero compensamos con la respuesta, que es muy breve: nada.  No estamos haciendo nada para que el material que habita extrañado y sin comprender el Museo del Cine no siga deteriorándose.  Se está perdiendo un capital cultural invaluable.  O mejor, un capital cultural que vale más que un edificio de cuarenta pisos.

Este Museo en cuestión lleva el nombre de un señor que donó al Estado toda su colección relacionada integralmente con el cine.  Nació a la vida, este Museo, en un año en que la Argentina gemía bajo una dictadura, la de Lanusse, pero que, a lo que parece, era una dictadura que, si le hacía asco a la disidencia política, no se lo hacía al arte, a la cultura, a los bienes espirituales, que también son bienes aunque no se coticen en la bolsa de valores, ni en la bolsa de vicios y virtudes, ni en el «mercado».

En 1971, en efecto, se funda el Museo del Cine con el benemérito, muy loable e inteligente objetivo de preservar, investigar y difundir todo lo hecho hasta ese momento (y lo que seguirían haciendo en adelante) por las generaciones futuras de argentinos en materia de cine.  El benefactor público que donó su colección privada para que sirviera de base al patrimonio artístico cinematográfico, se llamaba Pablo Ducrós Hicken, y puede predicarse de él que fue un ensayista, un académico y un investigador que se pasó la vida juntando, reuniendo, conservando y guardando, con trémula esperanza, todo lo que fueran objetos, documentos y testimonios relacionados con el cine.

Ducrós falleció y su viuda donó a la entonces Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires el preciado patrimonio.  En aquellos años, era muy conocido un crítico de cine llamado Jorge Miguel  Couselo, quien junto a su colega en el oficio de historiador y esteta del cine, Guillermo Fernández Jurado, fomentaron y plantearon la necesidad de la creación del actual Museo.  Efectivamente, éste se constituyó como efecto jurídico de un acto administrativo llamado decreto municipal, que lleva fecha de octubre de 1971.

Y nació.  Por lo menos ya había empezado a berrear la criatura.  Pronto empezó a gitanear, esto es, a vivir una vida errante, casi zíngara, sólo faltó una cosa, la carpa que lo albergara.  Como suele ocurrir con las cosas culturales pareciera que todos se las quieren sacar de encima.  Cuestan y no devuelven lo que cuestan, parece ser la patética convicción de nuestros estadistas.

El Museo empezó a funcionar en el Teatro Municipal General San Martín, catedral cultural de los años ’70 (una de ellas, digamos).  De allí pasó a vivir en aquella leyenda que se llamó Instituto Di Tella, lo cual no sorprende, ya que tanto Guido como Torcuato son dos Di Tella a los que nada de lo cultural les resultó ajeno.  Generosos y sapientes, conocían perfectamente de qué se trataba y albergaron con generosidad al Museo del Cine en lo que era su propia casa, el Instituo.

Siguió su rumbo el Museo.  Fue a parar a un asilo de ancianos, aunque usted, atento lector, no lo crea.  Sí… A un asilo.  En este caso, al «Asilo General Viamonte» que quedaba  en lo que hoy se llama «Plaza Francia» y que ha trocado su destino de antesala de la muerte por el más hedónico de «Centro Cultural Recoleta», así se llama hoy.  Pero el asilo y el Museo tuvieron que irse otra vez.  Los ancianos, este cronista no tiene idea adónde.  El Museo, por su parte, se mudó a Sarmiento al 2500.  Esto ocurrió en el año del señor de 1983.  Del señor Alfonsín, digo, pues en octubre de ese año ganaba las elecciones este político radical.  Era «el retorno de la democracia», así llamaron a ese momento histórico de los argentinos los que se ocupan de llamar de alguna manera a los momentos históricos.

En esa casona de la calle Sarmiento el Museo escuchó, en 1997, otra vez, una voz que le intimaba retirada.  Obediente, el tesoro cultural de los argentinos (ciertamente subvaluado en la consideración de sus gobernantes) hizo sus petates y se mudó al barrio bohemio por excelencia de los porteños, a Le Marais rioplatense, al quartier latin del subdesarrollo: a San Telmo.  Antes de irse dejó su nueva dirección por si alguien quería visitarlo: Defensa 1220.

Cómo arribó, finalmente, al triple 5 de Salmún Feijóo, Barracas al sur, es un enigma.  Pero lo cierto es que las cosas no van todo lo bien que sería de desear para el Museo del Cine.  El concepto que se puso en boga en los ’90, aquel que aludía a la «industria de bienes culturales», no parece ser muy funcional al cuidado y preservación de patrimonios artísticos.  Las industrias producen mercancías y si a aquellos patrimonios artísticos se los considera una mercancía (y el término «industria» no es neutral acá), indefectiblemente sufrirán consecuencias disvaliosas (los patrimonios artísticos), porque las mercaderías tienen precio y a éste lo fija la relación entre oferta y demanda, y de esta relación siempre surgirá que la «mercancía cultural» es barata y será tratada como tal.  Se la arrumba donde menos gastos irrogue.  Y a la buena de la providencia, divina o no ella, la providencia.

El caso es que parece que el Museo ha entrado en emergencia patrimonial porque la Legislatura  ha presentado un proyecto de ley que se propone, justamente, esa declaración respecto del Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken: que se lo considere en emergencia.  Parece que, no hace mucho, un grupo de expertos que andaban por estos lares participando del Tercer Congreso de la Federación Internacional de Archivos Fílmicos lo visitaron y dictaminaron lapidariamente: en estas condiciones, el material del Museo no dura más de diez años, -dijeron-.

Oh! ironía… La dictadura lo dio a la luz y la democracia… ¿lo dejará morir?

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