MUNDO AL PASO

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Buenos Aires Sos (BAS).- Abril del 2007.- (Por Juan Martín Panno).-A quince minutos del Obelisco, diferentes aspectos de la sociedad emergen entre rieles. «Una ayudita por favor», repite incesante una adolescente parada junto a una boletería. Se llama Ana, pero sus amigos le dicen Tete. Junto a ella, un pasajero pide un boleto a Glew y le deja sus pocas monedas de vuelto. En la inmensidad del vestíbulo central de la estación Constitución, las personas se ven minúsculas, como las monedas de Ana en su vaso blanco de plástico. Son las 6 de la tarde y empieza la hora pico. Los trenes van y vienen para y desde el sur de Buenos Aires: Alejandro Korn, Quilmes, La Plata, Pinamar o Turdera son algunos de los destinos que brindan 14 andenes. La estación está encerrada por las calles Brasil, Hornos y Lima. Según un policía que custodia la zona, pasan por ahí diariamente unas 500 mil personas. Es el principal punto de conexión entre el sur del Gran Buenos Aires y la Capital Federal. El dueño de uno de los seis puestos de diarios del hall central fuma sentado y observa con atención a quienes miran las portadas de las revistas. Parece cansado. «Lo que agota de este trabajo es el desorden permanente que hay acá», afirma. Al mismo tiempo, unos parlantes emiten algo similar a un rugido que indica una modificación en el horario de salida de un tren a Glew. Por debajo del salón central se encuentran los accesos a la línea C del subterráneo. En las boleterías se juntan unos chicos a pedir mientras otros duermen en el suelo. Gastón, uno de ellos, tiene 10 años y cuenta que está ahí porque se fue de la casa. «Me peleaba muy seguido con mi mamá y su novio, por eso vine a vivir acá», revela. «Los únicos que a veces joden son los ratis, y hace poco a un chico le dieron para que tenga», explica mientras frunce el ceño. Al cabo de una hora el tránsito de pasajeros es mayor. En los pasillos del subterráneo se forman dos filas de gente en continuo movimiento: los que van hacia los trenes y los pocos que se dirigen al centro de la ciudad. Los andenes del tren Metropolitano, anteriormente Roca, están repletos de puestos de comida que impregnan el ambiente con un olor desagradable. Algunos pasajeros compran apurados ahí para comer en el viaje. «Es un asco, tendrían que sacar de una vez los puestos de comida. Llego a mi casa con olor a Paty», sostiene María, de 29 años, que viaja hacia Adrogué. Afirma que algunos años atrás se viajaba mejor porque «el nivel de gente era otro». El viento frío ingresa por la calle Hornos y se distribuye por toda la estación. La altura del techo es de unos 15 metros aproximadamente. Mientras la marea humana aborda a empujones los desvencijados trenes, Ana Tete sigue firme en la boletería. Revela que cuando tiene muchas monedas las guarda para que la gente vea el vaso vacío.»Los mejores días puedo hacer ente 9 y 15 pesos, pero lo divido con mis amigos y cenamos algo». Golpea su bolsillo y un sonido metálico confirma su estrategia. El empleado que vende pasajes en esa ventanilla le grita a un cliente que olvidó su vuelto, pero no lo oye y desaparece entre la masa. Tete sonríe y empuja el cambio hacia el vaso. Los decibeles aumentan al compás de la hora pico. La gente camina rápido para no perder el tren y los parlantes continúan su rugido. A unos cinco metros de la boletería principal, un local de comidas al paso perfuma el entorno. Un hombre come choripán con cerveza. Frente a él, un televisor sin volumen muestra las últimas noticias. Una radio estridente musicaliza con cumbia a los comensales. La calma comienza pasadas las 20.30 y el silencio gana terreno. Ahora el gran hall se ve algo vacío y muchos de quienes viven ahí empiezan a reunirse en pequeños grupos. Los chicos que piden dinero abajo, en el subte, corren por los pasillos, donde nunca se ve la luz del sol. Una de las habitantes de esta estación es una anciana que jura no recordar su nombre. Su aliento a vino hace suponer que no lo sepa esporádicamente. Lleva consigo una bolsa negra y un poncho de lana verde gastado. Según cuenta, es la veterana del lugar. Y no duda:»Me voy a morir y se van a acordar». Son las 21.30 y cerca de los andenes está Ana sentada con dos amigos. Comparten un cigarrillo. Después de fumar, juegan a darse golpes suaves. «Somos como una familia» Ana Neira tiene 18 años y vive en la estación Constitución. «Hice un grupo de amigos y la paso bien, pero igual me quiero ir», sostiene. -¿De dónde venís? -De Ranelagh. -¿Quién te puso tu apodo, «Tete»? -Cali, un amigo. No viene a nada, me llamó así y quedó. -¿Cuánto tiempo hace que estás acá? -Perdí la cuenta de cuándo vine o de qué día es. Mañana es igual, pasado es igual, siempre es igual. Nunca pasa nada. Si pasa algo, son cosas malas. -¿Cómo qué? -Ser mujer sola es difícil, siempre hay alguien que se quiere pasar de vivo. También están los que me quieren meter a vender droga o a robar, y no quiero saber nada de eso. Pido y hago mi vida. -¿Venden droga y roban acá adentro? No, eso se hace todo afuera. Acá está la policía y nos conocemos entre todos, no se puede joder. Si alguien roba o vende, seguro que es de afuera. -¿En que parte de afuera, exactamente? -En Brasil y en Lima, donde paran los colectivos. -¿Y nunca fuiste ahí? -Muy pocas veces. Los que estamos en este lugar sabemos lo difícil que es vivir como vivimos, pero nadie nos va a echar ni vamos a ir en cana. -¿Qué fue lo que te hizo estar acá? -Mi familia se había quedado sin trabajo y lo único que tenía con ellos era un techo. Nos llevábamos muy mal. -¿Los volviste a ver? -Ni loca, no quiero saber nada. Una vez me pareció ver a mi hermana pasar por acá y me puse a temblar. Corrí para el otro lado, estaba paranoica. Por ahí más adelante, si hago una vida buena, trate de buscarlos. -¿El gobierno no te ayuda? -Nos quieren sacar como sea, pero no ofrecen cosas buenas. Acá somos como una familia, nos cuidamos entre todos. -Dijiste que te querés ir ¿Pensaste algún lugar? -Un amigo me puede meter a vender arriba del tren y eso es otra cosa. Si se da, puedo pagar una pensión. Artículo publicado en Agencia ISA

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