LEJOS DE HOLLYWOOD

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Buenos Aires Sos (BAS).- Mayo 2008.- (Por Diana Bronzi).- Sábado 3 a.m. Punto de encuentro: el bar Kika en Palermo Hollywood. Tras debatir vía celular dónde dirigirnos, esa parecía una opción interesante. Sobre todo teniendo en cuenta la hora que era, el estilo de música que pretendíamos escuchar y el hecho de que nuestra primera opción, Kimia, permanecía eternamente cerrada por reformas.

 

No hay tanta gente en la entrada y me acerco a un joven para preguntarle si por ser varias nos hacía precio, sin dejar de mencionar que una de nosotras cumplía años (dato verídico y comprobable). Pero la oferta no nos resulta conveniente y resolvemos partir rumbo a Plaza Serrano. Nos parece que 6 cuadras es un número lo suficientemente pequeño como para caminar, «después de todo – nos decimos-  es una zona transitada».

            Godoy Cruz se vislumbra desierta, pero hay algunas personas deambulando y lo hacen con tranquilidad así que emprendemos la marcha. Es mi barrio, me siguen, y reconozco uno a uno los nombres de las calles. Entre risas y comentarios banales, de esos que uno hace cuando está distendido y divirtiéndose, haciendo planes respecto a lo que queda de la noche. En ese punto se detuvo el tiempo.

 Llegando a la esquina de Costa Rica se asoman tres muchachos, dos adolescentes y uno de no más de 13 años. Tengo un mal presentimiento, pero están tan cerca que sin decir palabra me acerco a la calle, rogando que mis amigas me sigan, pero no lo hacen. Ellos también comienzan a cruzar y yo regreso. Ya era tarde. Era tarde desde el momento en que nos vieron. El movimiento fue apresurado. Un grito incomprensible, y buscan acorralarnos contra la pared, pero en un nivel de inconsciencia que pudo ser letal, me escabullo y logro cruzar la calle buscando un rostro, un auto, una señal de ayuda.

Nadie a la vista.

Giro sobre mi eje y los veo arrancándole la cartera a Valeria. Tenían navajas supe después, y un arma. No vinieron por mí ni dispararon. Simplemente huyeron. Temblando saqué el celular y llamé al Comando. Una máquina con un prolongado speachme sugiere que aguarde «y si está en peligro manténgase al resguardo» dice y lo creo inverosímil. Solicito el patrullero esperanzada en que aun podíamos encontrarlos, y unas chicas que pasaban nos cuentan que los vieron saltar el paredón. Más tarde sabríamos que allí hay un aguantadero.

El patrullero tarda y llamo otra vez, responden desde el 911 y me aseguran que está en camino. Pero nuevamente la espera eterna, la esperanza trunca, el llanto inminente, la impotencia, la nada, el vacío. En mi tercer llamado discuto con el interlocutor de turno y él lo hace conmigo: «señorita mire que el suyo no es el único caso eh…». Entonces nos vamos y en una esquina mirando al horizonte un policía se balancea sobre sus pies.

 Le contamos lo ocurrido y pide otro móvil. Cuarto intento. «Acá lo que hay que hacer es poner una bomba ahí y terminar de una vez con el problema». «Sí- contesto- o investigar quiénes viven allí y averiguar antecedentes para encarcelarlos como corresponde». Asiente entusiasmado y luego aclara: «es que eso no depende de nosotros».

Arriba la unidad y me pide que relate lo ocurrido mientras dos de las chicas dan de baja sus celulares y conversan con el cabo que estaba haciendo la guardia. Pedimos entonces que se asomen al lugar para ver si no han dejado las carteras tiradas en algún rincón, sobre todo por los documentos y llaves. » Y es que para eso tendría que entrar con más gente», «… hágalo».

«(fulano)- dice el comisario a su compañero- llamate al 100 a ver si podemos ir con refuerzos al aguantadero». Pero el 100 estaba colaborando con el Gobierno de la Ciudad. «Esta zona está que arde, tenemos 4 desplazamientos pendientes todavía». Lo dice mientras da vueltas con el manuscrito en el que toma nota del suceso. Tarda en apuntar cada palabra.

Tomamos un taxi rumbo a la seccional correspondiente donde toman declaración a las damnificadas. En el escritorio se acumulan expedientes con casos de hurto simple y un asesinato, mientras un señor regresa con comida para su esposa que está presa por robo. El principal hace algunos chistes. Bromea con mi huida y luego aclara que podrían haberme disparado por la espalda. Después suspira: «sabes el asado que se arman con todos estos papelitos…» (sic).

A Vero le duele el hombro, llaman al SAME, no hay daño mayor. Llega otra chica a la que le habían robado en Plaza Serrano. Y mandan un móvil a Kika por otro incidente. Y nos miramos. Nuestros lugares previstos de anclaje parecían marcados. Una combinación entre malas decisiones y mala suerte. Acaso una mezcla peor.

La noche termina cerca de las 6 a.m. cuando cada quien toma un rumbo distinto. No ceso de pensar en mis propios movimientos. En si debí advertir mi temor al verlos, pese a que estuvieran tan cerca. Luego recuerdo que temí hacerlo, que quise creer que ellos seguirían su ruta. Que quise que al abordar la calle justo se detuviera un taxi, o encontrar merodeando algún oficial. Pienso en el instinto de supervivencia. Pienso que fue mi culpa. Pienso en este país.  Pienso que pudo haber sido peor.

Y pienso en un artículo que leí hace poco en el que un estudio logra determinar qué regiones del globo son más felices y cuáles más desdichadas. En el funcionamiento de la instituciones, en la seguridad y el bienestar. En las series yanquis y los grupos comando. En aquel día que le robaron a una amiga mía a plena luz del día a media cuadra de Avenida Córdoba y un policía en la esquina no hizo nada. O cuando acorralaron a ese señor mayor en la boca de subte estación Bulnes para sacarle el celular y de nuevo nada.

Estamos desprotegidos.

Y lo peor es quizá que ya lo sabemos y dejamos de esperar que eso cambie para bien. Que la resignación se nos vuelve en contra alimentando con ella el vacío. Que se nos va el aliento en declaraciones y derroches de tinta, papeles archivados, creyendo en esa débil figura de la constancia escrita de que algo ocurrió. «Es necesario realizar la denuncia correspondiente porque si vuelve a ocurrir quedan pegados y…».

¿Quiénes? ¿Los seres sin nombre producto de una estructura sin cimientos? ¿Los carentes de educación que no conocen otro universo y sobreviven condenados a ser los enemigos del bienestar general? Capaces de matar y marcar un punto de inflexión sin retorno. Esta sociedad, nuestra sociedad, se retroalimenta de esta manera. Y no. Yo no tengo fe en ella ni en nadie que la gobierne.

Hasta ese domingo 11 de mayo por la madrugada creía que iba a trabajar para alertar al mundo desde la pluma. Y esa era mi misión. Entonces me volví insignificante, humana, temerosa y huí. Sólo saliendo podía ayudar. Y ni siquiera eso. Me volví víctima del pavor generalizado de las personas. Vulnerable. Mortal. Ahora sólo me quedan palabras, una fuerte sensación de impotencia y un llanto postergado.

 Porque nunca se está tan sólo como cuando la seguridad por la que debieran velar nuestros gobernantes no es más que palabra vacía en sus discursos. Cuando el papel picado de las campañas se vuelve humo. Cuando la cercanía al modelo del primer  mundo parece estar más cerca de un tren bala que de un sistema educativo fuerte y garantías sociales reales. La boca del lobo no es sólo Godoy Cruz y Costa Rica. Es nuestro bello, vasto, tupido país repleto de rincones perfectos y recursos que podrían habernos provisto de las más genuinas riquezas.

Todos somos responsables. Como dije anteriormente: esa inoportuna combinación entre decisiones erradas y una pizca de mala suerte.

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