ESTO PASÓ EN BUENOS AIRES, NO IMPORTA CUÁNDO…Y VOLVERÁ A PASAR

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Buenos Aires SOS.- 19 de enero de 2011.-  (Por Juan Chaneton).- Fue vista y oida, la granizada.  Primero la oi.  Pero me confundí un poco.  La reputé lluvia, al principio; pero sólo hasta que los sonidos secos, duros, estentóreos como proyectiles me dijeron que eso no podía ser sólo agua.  En todo caso, sería agua, pero de esa que viene dura, blanca, redonda y apretada y que se llama granizo.  Fui, entonces, hasta mi ventana.  Ahora la vi.  Arreciaba.  Cerré persianas y me dirigí al balcón.  Desde allí gozaba de un amplio panorama para otear la desgracia ajena y en él me servía de techo y protección el balcón de arriba, el del quinto.  Caía fuerte, torpe, ciega la granizada, sin mirar dónde, ni cómo, ni a quién humillaba con sus aguijonazos.

Golpeaba en el piso, en el duro adoquinado de la calle.  Algunos copos, como ampos, eran brillantes y duros.  No se rompían al caer.  Eran los peores.  Golpeaban en los autos que, poco a poco, empezaban a realizar, antes de tiempo, su destino de chatarra.  Y golpeaban, también, en las cabezas de sus atribulados dueños que, con turpitud risible, movían sus brazos como marionetas desbocadas tratando de proteger el techo, la luneta, el parabrisas, lo que fuere, con inútiles trapos, con remeras que les arrimaban las no menos espantadas esposas de ocasión quienes colaboraban, de ese modo, con el cuidado de los ahorros y del capital familiar, que nadie lo regala, ya se sabe, sino que cuesta trabajo.  Y trabajo decente.  Sufrió el medio pelo.  Y no sólo el medio pelo.  Parece que Dios no sólo juega a los dados sino que, cuando desata su ira, es bastante democrático.

En esas cavilaciones estaba cuando lo vi.  Los obreros de la obra en construcción que está enfrente de mi casa, sobre Arenales, con el casco amarillo de los albañiles, los obreros que estaban en la planta baja haciendo lo mismo que yo, es decir, mirando el meteoro y sus secuelas, salieron en grupo, sin que nadie los llamara sino tan sólo acicateados por su espíritu solidario, a llevarle lonas y trapos y plásticos, sin duda más resistentes que los trapitos a que me he referido antes, para ayudar al hombre que, supongo que con lágrimas en sus ojos que se confundían con el agua que caía del cielo, trataba de tapar su autito.  En menos de medio minuto el cacharro quedó a salvo, o casi.  Fue un acto solidario de los obreros, esos que el medio pelo suele llamar, con bastante frecuencia, «los negros».  Estuvieron bien los negros esta vez.  Y eso que los negros son incorregibles, ya se sabe.

Y al otro día, leyendo los diarios, me enteré de otro suceso que, en rigor, es el mismo que yo presencié.  En no sé que barrio de Buenos Aire unos cartoneros sacaban de sus carritos los cartones que habían recolectado hasta ese momento o la noche anterior, quién sabe, y se los ofrecían a otro medio pelo que intentaba, por supuesto que en vano, proteger su batata de la inesperada inclemencia de la naturaleza.  Menos cartón es menos plata, pensé.  Es menos plata para ellos.  Pero ayudan a que este señor no se le deteriore el auto.  Viene rara la vida.

Cartoneros, eran.  Otros negros.  De esos que alguien propuso, alguna vez, meterlos presos porque llevan sobre si o, peor, dentro de si, el estigma lombrosiano que Gobineau llevó al paroxismo de la sinrazón: pertenecen a tipos raciales decadentes y son proclives a la degeneración.  Son un peligro para la sociedad.

Duró poco la granizada, menos mal.  En la Patagonia norte, en mis años infantiles, las recuerdo casi eternas y sin negros a la vista.

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