DE LÍMITES MUNICIPALES Y FRONTERAS DEL CORAZÓN

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Buenos Aires SOS.- 24 de noviembre de 2010.- (Por Rubén Derlis).- ¿Son los límites que fijó la Municipalidad por ordenanza dictada en 1972 los que nos informan con exactitud dónde termina un barrio y comienza otro, entre los 48 que conforman el ejido urbano? Y además: ¿son 48? Si debemos llamar “barrio” a Puerto Madero, entonces sí; cosa que puede discutirse. Pero por esta vez aboquémonos sólo a los límites –asunto arduo, por cierto–; dejemos para otra ocasión el tema acerca de la cantidad de piezas que arman el rompecabezas de Buenos Aires.

A excepción de los del tiempo de la Colonia: San Telmo y Monserrat, cuyos límites son difusos por sus similitudes tanto históricas como urbanísticas, aceptamos –aunque algún vecino refunfuñe, acaso con razón–  las fronteras munícipes del 72, pero el tema puede tornarse polémico si nos referimos a los barrios nacidos con las grandes  inmigraciones, que comenzaron a delinear su perfil cuando apenas si eran un conjunto de pobres ranchos o incipientes casitas esparcidas aquí y allá entre yuyales que la pampa se obstinaba en hacer crecer. Ya a comienzos del siglo XX, muchos eran barrios hechos y derechos, algunos incluso habían perdido su primitiva denominación –acaso apenas un mote– y tomaron el nombre con el que ahora lo conocemos; pero los límites siguieron siendo tema de discusión.

El trazado de fronteras barriales será cosa no del todo aceptada; siempre tendrá una arista polémica; y así acontece porque estas demarcaciones no pudieron hacerse más que arbitrariamente. Sólo observar un plano para confirmarlo. La recta déspota ejerce su predominio: se la tiende hacia abajo, luego se la desplaza hacia la izquierda en ángulo de 45 grados, desde donde se la asciende para traerla hacia la derecha y cerrar una caprichosa figura carente de curvas. Así se llevó a cabo estafronterización, tal como lo hacían las potencias cuando se repartían un territorio: con una regla de filo de cuchillo hendían en dos una nación indígena o una mínima tribu que reconocía de antiguo como suyo el terreno habitado y que se les amputaba. En lo que hace a nuestros barrios sucedió idéntica cosa, exceptuando la rapiña colonial y su posterior reparto.

Pero los vecinos de Buenos Aires, en cierto modo también integrantes de una tribu barrial que posee caracteres y códigos que le son afines, hacen caso omiso de esta sucesión de punto y raya, punto y raya (y así de corrido) que delimita una zona según criterio oficial, pero que no alcanza para marcar la legítima frontera, la que señala el corazón, quien es en definitiva el que clava los únicos mojones válidos para señalar dónde finaliza nuestro barrio; a su vez, el otro mojón lo pone el corazón del habitante lindero, cuando al nombrar a su barrio con sentimiento de territorialidad nos da a entender que desde hace algunas cuadras ya no estamos en el nuestro. Y estas manzanas del afuera,  al igual que otras que nos pertenecen, conforman una tierra de nadie –metafóricamente hablando–  compartida entre todos los habitantes fronterizos. Por esta especie de Franja de Gaza porteña, reivindicada por ambos lados sin beligerancia ni arbitraje, fructifica en ambas direcciones el intercambio de modos, peculiaridades y costumbres entre las barriadas.

¿Cómo saber entonces de qué barrio somos? Clarifiquemos con ejemplos. Por caso tomemos Saavedra, haciendo la salvedad de que lo mismo ocurre con los otros. Los límites, según la ordenanza mencionada, son avenida General Paz, Cabildo, Crisólogo Larralde, Zapiola, Núñez, Galván y otra vez Larralde hasta su encuentro con General Paz. Por lo tanto, si aceptamos estas fronteras, Roberto Goyeneche era de Coghlan y no de Saavedra. Y ya siento las voces saavedrenses poniendo el grito en el cielo y acusándome de filisteo. Pero reparen que me he referido a los límites municipales; si hablamos de los del corazón, es muy distinto: el “Polaco” es de Saavedra; primero, porque vivió muy cerca de Núñez, límite barrial según la comuna; segundo, porque esa zona estaría dentro de la llamada tierra de nadie, donde suceden los intercambios intrabarriales, y tercero, porque desde los inicios del cantor, cuando su voz ya se definía por la impecabilidad de su fraseo, y de alguna manera también iba dotando al lugar con su propio acento, todo era Saavedra: desde los terrenos de Mayol hasta el club “El Tábano” , pasando por el pisadero de barro, la noria y el horno de ladrillos que iban desde Manuela Pedraza hasta Iberá, cuando en el trapecio de Republiquetas, Núñez, Forest y Del Tejar (y nombro a las calles con sus primitivos nombres) los circos levantaban sus carpas; tiempos en que en “La Sirena”, que era un café con billares, recalaban artistas plásticos, boxeadores y algunos pungas respetuosos del bolsillo de los vecinos. Pero no sólo Goyeneche –ahora patrimonio de la ciudad toda – afirmaba su estirpe saavedrense, cualquier anónimo y viejo vecino de Freire y Tamborini o de Superí y Quesada se dirá también de Saavedra , y hasta quizás ignore que Coghlan es un barrio o, al menos, que llega hasta allí; incluso podría suponer que no es más que el nombre de una estación del Ferrocarril Mitre.

¿Entonces Coghlan no existe como barrio? Sí, existe, por supuesto; lo atesoramos los que vivimos el verde y la quietud de sus tranquilas calles y no nos equivocamos si decimos que así como se inunda de luz en los veranos, por abril sabe tener su otoño propio. Pero también hemos visto que aquellos que lo habitan en su frontera norte son más proclives a definirse como de Saavedra, salvo algunos casos; entre ellos el mío, por ejemplo, y permítaseme explicarlo porque servirá para redondear esta idea acerca de la teoría de los dos límites.

Llegado aquí a mediados de los 60, no pregunté en qué lugar me hallaba; seguía sintiéndome en Boedo, pese a haber recalado un corto tiempo en la calle Honduras, en Palermo, antes de afincarme en Pinto. Mucho después la Filcar me informó que su nombre era Coghlan; y no entré en contradicción –aunque viva en zona fronteriza– ya que no tuve ni infancia ni juventud saavedrenses. Por eso cuando digo: “Vivo en Coghlan”, no falta quien pretenda hacerme creer que es Saavedra. Entonces hago valer el límite fijado por la ordenanza municipal para refirmar mi ubicación; sirve a mi propósito y cuadra perfectamente; no hay dicotomía posible pues estoy invalidado para delimitar una frontera del corazón; éste no puede hacerlo ya que no latió aquí sus primeras vivencias; éstas permanecen, aunque ahora con la intangible forma de un fantasma, en mi barrio primigenio

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