¡CON GARDEL,NO!

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Buenos Aires SOS.- 21 de febrero de 2011.- (Por Rubén Derlis).- En un programa radial o televisivo -lo mismo da la emisión para enmarcar el hecho al que me quiero referir- escuchado o visto hace ya algunos años, el músico y poeta del tango Virgilio Expósito, a la sazón invitado a dialogar sobre la música de la ciudad, sus autores, sus cantores y otros ítems que hacían a la cuestión, también habló de Carlos Gardel -esa voz que cantaba hasta con la sonrisa-, su ser primero en lo suyo sin discusión posible, su brillante trayectoria malograda en Medellín y otros aspectos estrictamente musicales. Hasta aquí todo transcurría sin sobresalto. El problema comenzó cuando se intentó abordar la vida privada -por otra parte, como es asumida por todos, bastante desconocida en múltiples aspectos- de El zorzal criollo, El mudo, El bronce que sonríe y otras cataratas de etcéteras brillantes con las que el pueblo lo bautizó en distintas etapas, antes y después de su muerte.

Y se habló de su madre, de sus amigos, de sus bolsillos siempre generosos, y de sus relaciones amorosas. Y ninguno pudo precisar -ni conductor, ni invitado- si tuvo novia, ni cuántas fueron, o si las hubo. Como si tener relación de noviazgo fuera condición sine qua non para ser un gran amante. Absurdo. Hasta que se fue más allá y se comenzó a transitar por terreno resbaladizo: no se le había conocido novia alguna, y esto resultaba, cuanto menos, «sospechoso». Y de allí a dudar sobre las inclinaciones sexuales del ídolo no quedaba mucho trecho que recorrer. Se había instalado la duda. Y sobre esta arista tan delgada como incomprobable comenzó a arder Troya. Entrevistador y entrevistado no habían llegado a la mitad de la audición cuando los teléfonos se pusieron al rojo, como dicen los locutores (no habían llegado al tercer round cuando los empezaron a noquear, dijo un amigo con aficiones boxísticas) y comenzaron a dejarse oír las voces cascadas de los eternamente indignados por los motivos que no le competen, que salieron con los tapones de punta -según jerga futbolística- a defender la virilidad del máximo cantor de Buenos Aires. Defensa que según estimo no necesita bajo ninguna índole, así como tampoco acusación desde ningún punto de vista -me refiero a las inclinaciones sexuales de cualquier ser humano-. ¿Quiénes eran?, no otra que la caterva de los carcamanes del tango perimido y felizmente hace mucho superado: el de la viejita sacrosanta y el farolito arrabalero.

¿A qué tanta indignación troglodita? ¿Porque se habría insinuado que Carlos Gardel pudo no haber sido el macho que el tango exige para no cambiar el estereotipo gastado que les posibilita a estos versiteros fatigar rimas mentirosas acerca de una sociedad y una ciudad ya inexistentes? ¿Y si el Gran Gardel no hubiese sido ese macho en el que insiste una trasnochada literatura tanguera, qué? ¿Habría dejado de ser por ello la garganta con más color que tuvo esta ciudad, este país, y que aún en mi desconocimiento de pentagramas, modulaciones, vocalización, teoría y solfeo me atrevería a ubicar entre las mayores del mundo? ¡Vaya con el criterio de estos señores cultores del peluquín ridículo y biabas de «La Carmela» para mentirse jóvenes, cosa que jamás fueron, pues la ignorancia los recubrió con caparazón quelonia desde su primer prejuicio, cuando en conciliábulo homofóbico sentenciaron que ¡el tango es cosa de machos! Frente al criterio retardatario de tan ridículos esperpentos, Oscar Wilde, Andre Gide, Jean Cocteau, Thomas E. Lawrence, Ludwig Wittgenstein, Michel Foucault, Oscar Hermes Villordo, Manuel Puig y tantos más, sin olvidar a los clásicos griegos y latinos, no habrían tenido ninguna chance si del juicio «intelectual» de estos pusilánimes hubiese dependido.

Después de aquella entrevista donde a Virgilio Expósito lo tuvieron a maltraer (contra las cuerdas, volvió a acotar mi amigo), parece quedar en claro que el «de eso no se habla, eso no se toca», es un patrón de hierro para los que no se atreven a desacralizar, para los reverenciadores de tabúes al que rinden culto ominoso en detrimento de la verdad, y que al parecer todavía goza de plena vigencia en ciertos estamentos tangueros.

En lo que a mí concierne, la sexualidad de Carlos Gardel me tiene sin cuidado. Si fue o no fue lo que algunos creen, es materia que sólo a él concernía. En todo caso no le habría preguntado nada acerca de esto, aunque sí habría querido saber -por una cuestión ideológica, que sí puede marcar diferencias entre los humanos- por qué cantó para el conservador Alberto Barceló y no dudó en grabar el tango «¡Viva la Patria!» de Francisco García Jiménez y Anselmo Aieta, que celebra el advenimiento de la dictadura de Uriburu, nefasta inauguración de la primera década infame, cuando él -Gardel- se debía a su pueblo. Como no soy experto en cuestiones gardelianas, consulto con quienes saben, y entonces Ricardo Horvath me hace notar que, sensu contrario de esto, tres años después aproximadamente, en su paso por Venezuela, Gardel, invitado por el presidente Juan Vicente Gómez -otro en la abultada lista de dictadores latinoamericanos-, cantó en una fiesta dada por éste, pero el dinero percibido por su actuación -10.000 bolívares-, cantidad importante para la época, antes de partir hacia Colombia lo donó íntegramente para ayudar a los presos políticos del régimen.

Claro que ninguno de los vejetes del gerontotango menciona la anécdota que nos muestra a un Gardel superador de un deplorable momento político nacional, al cual ya no adhería o había rozado superficialmente. De otra manera no tiene explicación el abrupto cambio. Pero los vejestorios del ¡chan-chán! prefieren olvidar este momento de la vida del cantor, que lo muestra solidario con una causa política de impronta popular a los que estos energúmenos jamás habrían apoyado. Nada le habrían preguntado al Zorzal sobre este tópico, por lo que cae de maduro que ellos sí habrían cantado -de haber sabido hacerlo, claro- en las festicholas del caudillo de Avellaneda, y saludado con palmas la llegada del dictador de pacotilla en el año 30, pues para reaccionarios, estos despojos de una época ya ceniza en la memoria, se pintan solos.

Son los mismos pusilánimes que enrojecieron de cólera sus fofos mofletes por las sospechas -apenas endebles e infundadas, acerca de la virilidad del Morocho del Abasto- que electrizaron aquella audición que al fin y al cabo no pasaba de ser una más; los mismos cavernícolas que aún pretenden congelar el tango en una mohosa escenografía barrial de chata y corralón que ya no existen; los mismos que en la década del 70 fueron contestes con aquello de: «algo habrán hecho», y como eran «derechos y humanos» celebraron la irrupción de la horda milica, o miraron hacia otro lado haciéndose los desentendidos.

«¿Así que le gustaba la masita?», preguntó un inadaptado. «Y, si no le gustaba, parece que rajuñaba el paquete…», le contestó el intolerante. Burdo diálogo de dos herederos descerebrados de aquellos recalcitrantes abuelos del prejuicio, diálogo en el cual terciar carecería de sentido cuando ya se han superado pensamientos fuera de toda lógica y razón, de impronta fascista donde se inscriben ciertos patrones execrables del primitivismo machista. Lo único relevante es lo que la gran mayoría sostiene: que cada día canta mejor. Y Gardel es cantando.

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