Qué sabes de los monumentos porteños

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Viajaban meses y meses en barcos. Llegaban en partes, descabezados. Algunos, signados por la mala suerte, se perdían para siempre en alta mar. Pero los que sobrevivían al naufragio, al pisar tierra firme, se convertían en los regalos del Centenario.

Para comienzos del siglo XX, Buenos Aires se veía como una febril obra en construcción. En esos años, la Ciudad había crecido con la mayor tasa anual de población de su historia y cambiado radicalmente su aspecto colonial. El centro empezaba a conseguir gran parte de su actual imagen.

De la celebración del aniversario de la Revolución de Mayo, que implicó la construcción de pabellones lujosos y la inauguración de grandes edificios, data por ejemplo la donación británica de la Torre Monumental, conocida como de los Ingleses, frente a la estación de trenes de Retiro. Su reloj posee un péndulo que mide 4 metros y pesa más de 100 kilos. «No fue situada allí de casualidad, al contrario, su estilo armoniza perfectamente con la estación y con el rediseño que a comienzos del 1900 se hizo para toda esa zona. También está en clara consonancia con la financiación inglesa para la construcción de los ferrocarriles», explica el arquitecto Fabio Grementieri, premiado en el exterior por sus trabajos de preservación. La torre de estilo renacentista -tendencia imperante en Inglaterra para fines del siglo XVI, la época que corresponde a la segunda fundación de Buenos Aires, encierra en sus muros una rareza. Entre sus emblemas y escudos, un unicornio y un león enmarcan dos leyendas en francés: «Dieu est mon droit» («Dios es mi derecho») y «Honni soit qui mal y pense» («Deshonor al que piense mal de esto»). Sucede que para los inicios del siglo XX, el francés era la lengua de la realeza, más allá de la nacionalidad del rey y su corte.

Un regalo del Centenario que esconde una trágica historia es el Monumento de los Españoles (que en los papeles se llama Monumento a la Carta Magna y las cuatro regiones). El buque Príncipe de Asturias que transportaba sus bronces originales naufragó frente a las costas brasileñas de Ilha Belha y murieron en él 455 personas. Aunque en este caso, todo vino complicado desde el principio. Su autor, el escultor catalán Agustín Querol i Subirats, falleció un año después de terminar los bocetos. Lo mismo pasó con su sucesor, Cipriano Folgueras, y la escultura tuvo que ser terminada por otros artistas. Por eso, el regalo no estuvo listo para los festejos de la Ciudad y en 1910 la Infanta Isabel de Borbón se tuvo que conformar con colocar sólo su piedra fundamental. Luego, con el hundimiento todo se volvió a retrasar. Ante la pérdida de los originales, la Corona Española encargó la realización de réplicas. Para terminar con la sucesión de desgracias, diecisiete años más tarde, el 25 de mayo de 1927, la obra de Querol i Subirats -a la que nadie llama por su verdadero nombre- fue inaugurada en Libertador y Sarmiento y se transformó, según el arquitecto Grementieri en «el monumento art noveau más grande del mundo».

Otro legado de la época en la que la oligarquía argentina se jactaba de vivir en «la París de Sudamérica» fue justamente el monumento donado por Francia, y que está en Recoleta, acaso el barrio más «afrancesado». Dos figuras femeninas que representan a ambos países son acompañadas por un genio alado, «La Gloria», que de modo simbólico las conduce a la posteridad.

La Ciudad de Roma hizo su propio obsequio: una escultura conocida como «Loba romana» o «Loba capitalina», que encargó al artista argentino Gonzalo Leguizamón Pondal y que fue emplazada en el parque Lezama y volvió a ser noticia en 2007, cuando las figuras en bronce de Rómulo y Remo fueron robadas. Sólo quedó la loba.

De Alemania llegó el Monumento «A la Riqueza Agropecuaria Argentina», que resultó ganador de un concurso en Berlín y que tuvo la particularidad de haber sido realizado en mármol griego, lo que le otorga un aspecto distinto, con un tinte amarillo y reflejos dorados.

Un tanto más extraña fue la donación del Imperio Austro-Húngaro -que desapareció sólo ocho años después, tras la Primera Guerra Mundial- y que hoy habita el Jardín Botánico: una columna meteorológica. Cien años atrás, esta monarquía que constituía el segundo país más grande de Europa, mandó un barco de su flota real, la nave de guerra «Emperador Carlos VI», para participar del desfile en honor al Centenario. Allí llegó también la piedra fundamental para una columna «que tendría por objeto predecir al pueblo argentino siempre el mayor bienestar». Con un diseño que lejos estaba de resultar simple, esta estructura de 7 metros contenía todos los elementos para medir el clima: barógrafo, barómetro, hidrómetro, higrómetro, psicrómetro, termógrafo, termómetro y otro termómetro más, sólo para indicar la temperatura máxima y mínima. En la parte superior, funcionaban ocho relojes con la hora de Buenos Aires, Viena, Madrid, Nueva York, Roma, Tokio, París y Londres. Arriba de todo, una gran esfera de hierro, representaba al zodíaco, con el planeta Tierra y las constelaciones. Tiempo después, los instrumentos meteorólogicos y los relojes fueron robados. Pero a fin del año pasado, con motivo del Bicentenario, los gobiernos de Austria y Hungría empezaron a restaurar la fachada externa junto a la Dirección de Monumentos y Obras de Arte porteña.

Estados Unidos resolvió de modo mucho más sencillo la elección del presente de cumpleaños para Argentina. Envió un monumento a su prócer George Washington, vestido con ropa de época, que el Gobierno nacional no dudó en colocar a metros de su embajada.

La República Siria nos homenajeó con una estatua que representa la presencia de su colectividad en el país, ubicada en la plaza frente al Correo Central. Pero para sorprender y causar impacto, los que llegaron más lejos fueron los suizos: diseñaron una estatua con dos figuras femeninas (representando la hermandad entre Suiza y la Argentina) sentadas sobre una esfera que simboliza al mundo. Recostadas, y tomadas de las manos, ambas mujeres se funden, por los siglos de los siglos, en un romántico beso en la boca.

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