«MEZCLADITO ARGENTINO»

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Buenos Aires Sos.- 3 de noviembre de 2010.- (Por Rubén Derlis).- La gran mayoría de los edificios céntricos –principalmente los que tienen comercios en sus frentes–, en toda su estructura y hacia lo alto, siempre responden a dos estilos arquitectónicos diferentes; el primero, perfectamente definido, puede inscribirse tanto dentro del art-nouveau, como del neoclásico italiano, tener la soberbia altivez del gótico lombardo, el equilibrio renacentista, o las armoniosas paralelas y los entrecruzamientos de las rectas del art-déco; también están representadas, en la rotunda presencia del granito, las medias columnas estriadas jónicas o corintias que el hábil arquitecto logró imitar, o las particulares construcciones que traen reminiscencias de fin de siglo francés. Todo esto existe a partir del primer piso y hasta el remate del cornisamento, porque desde el inicio y hasta el primer balcón o ventana, la cosa es muy distinta y hasta podría pasar inadvertida, contando para ello con la teoría (¿o la praxis?) de que muy pocos son los que miran hacia arriba. En cuanto al segundo estilo, está por verse.

Las vidrieras de los negocios, enmarcadas entre paños de pared sin ornamento alguno, derraman luces y colores sobre las calles; acaso la máxima fantasía que se permiten es valorizar la sobriedad del material con que han sido construidas y donde el rigor de la recta a veces se quiebra en ángulos abiertos, siendo ésta la mayor concesión a la libertad de la línea. Por la noche, los carteles de acrílico rebotan intensa luz contra los objetos policromos que atesoran en su interior los asépticos escaparates, o el tornasol de las lámparas dicroicas logra que resalte  lo que no se quiere que pase inadvertido. Y no es uno que otro local el que avanza decidido en sus innovaciones vidrierísticas; por el contrario, todos corren en la misma dirección tratando de lograr la máxima modernidad, impulsados por un destino de pioneros del 2000.

Y está muy bien, porque demuestra que se quiere avanzar, y se avanza hacia adelante, claro está, no demorándose en el ayer. Pero sucede que entre tanto apuro se producen algunas desprolijidades, se desliza cierta confusión y en medio de esto la única perdedora resulta ser la parte histórica de la ciudad, porque en el vórtice de la ansiedad que genera el acercar el futuro, el pretender tenerlo a tiro de pájaro, no se hace distinción entre viejo y antiguo, entre perdurable y obsoleto, y el daño que se infiere termina siendo irreparable.

Este descuido edilicio que atenta contra el patrimonio ciudadano, que comenzó en el Centro y devastó buena parte de la historia finisecular, se a extendido en forma alarmante a todos los barrios, a punto tal que no pocos de ellos van perdiendo su particular fisonomía. Acaso ese frente que se acaba de demoler para inaugurar sin demora una nueva pizzería sin prosapia porteña haya sido el último exponente de tal o cual escuela arquitectónica que, junto a otras, fue dotando de perfil propio a Buenos Aires; posiblemente esa esquina que volteó la pala del Caterpillar era la única en ángulo que aún guardaba la ciudad y debió ceder su vértice a una amplia y desmedida ochava para el libre estacionamiento de los carritos de alguna cadena de supermercados. Y así de corrido.

Derruir es más fácil que reciclar; para esto último se requiere de una gozosa inventiva y un profundo amor por la ciudad; pero como parece que de ni de una ni de lo otro abunda en Buenos Aires, nos encontramos con que tenemos dos ciudades superpuestas –vaya paradoja– donde la primera, original, fidedigna, es la de arriba, y además, como ya se anotó, la que muy pocos ven. Vale la pena levantar los ojos aunque al menos sea una vez, por curiosidad y observar esos frentes rayanos en el más delirante surrealismo, porque sobre una planta baja totalmente vidriada veremos ángeles regordetes que nos miran entre guirnaldas de mampostería descascarada; forzudos hércules y atlantes de piedra montando una inútil guardia a ambos lados de una crujía inexistente, o núbiles náyades de mármol jaspeado que ya no sostienen el peso de  un balcón porque éste se ha quitado. Y hay mucho más; el ojo atento al hallazgo lo descubrirá fácilmente.

Si nos fuera posible ver en perspectiva algunas avenidas, libres de árboles, anuncios o cualquier otra cosa que estorbe nuestra visión, tendríamos una panorámica más precisa de tanto despropósito, repararíamos con claridad en esta superposición que ya no guarda la menor relación con ningún estilo, al menos que el mezcladito argentino –como bien lo definió una poeta de estas calles porteñas–, en una inaudita amalgama bastante difícil de entender, sea el nuevo estilo arquitectónico que está gestando Buenos Aires.

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