LUZ DE OTOÑO EN COGHLAN

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Buenos Aires SOS.- 15 de junio de 2011.- (Por Rubén Derlis).- La peculiaridad del otoño en Coghlan es que abril no nos abandona a la tristeza; sólo nos empañamos de una sutil melancolía si la tarde se opaca predestinada a un gris de garúa que a veces reclama el corazón. Cada día otoñal es único e irrepetible por las calles de este barrio: las robustas arboledas de Melián, que tienden sus ramas en la altura y se entrecruzan como largos dedos vegetales, tamizan la luz de un sol de brusquedad tardía, que desciende sobre el empedrado como una inconsútil llovizna de oro virtual. Puede que algunos no lo vean, pero lo sentirán en algún hueco del alma –sin  poder explicar qué cosa es–, ya que el hechizo sucede dentro de nosotros, movilizados por un paisaje ciudadano particular, único, distinto de los del mismo otoño en otros barrios.
Hay calles que se tapizan de oro viejo, como Tamborini, Quesada o Freire, y también las que dentro de la gama de los bronces pueden llegar al castaño rojizo, tal como sucede en Nahuel Huapi, Roosevelt o Estomba. La última luz de la tarde vivifica las hojas yacentes por un instante, no más que el que tarda el Sol en parpadear en el horizonte y desaparecer hacia otras latitudes, pero es suficiente para contemplar esos escasos minutos tornasolados que sirven de umbral donde pisa la primera oscuridad, aún no del todo decidida a ser noche. Entonces los faroles comienzan a encenderse con simultaneidad robótica, porque alguien, en algún lugar, ya guardó los pinceles que sólo crean paisajes ocres, para transitar mirándonos hacia adentro; grisados, para la lluvia en hebras finas, marco propicio para ciertos involuntarios recuerdos.
En los andenes de la estación, una brisa apenas perceptible empuja con desgano papeles mínimos –un ínfimo boleto, la envoltura plateada de un chocolate, el celofán con dulzor de caramelo– en un simulacro de trabajo forzado. Contra los hierros del puente un rectángulo de cielo cobra forma de rombos multiplicados, como si fuera el telón de foro de  una escenografía delante de la cual se juega una escena para un solo protagonista; el otoño de Coghlan, que se vale del colorido neutro de un paisaje aquietado para resaltar más su protagónico de dorados matices. Los trenes arriban en sordina, la gente desciende, se dispersa como disciplinadas hormigas con rumbo prefijado por la rutina de los días; un breve y metálico fa sostenido se enreda entre los plátanos que bordean la estación, rebota contra los altos edificios que la circundan, y se diluye por Washington, Estomba, Naón, impregnando a sus silencios de una íntima melancolía, contagiosa pero inofensiva. Y el tren vuelve a rodar hacia el otoño de otras vecindades.
En la brevedad de las cortadas, el otoño de Coghlan crece en densidad y poesía. No importa cuáles: puede ser Sócrates o Plutarco, las escasas dos cuadras de Prometeo o de Valderrama. Aquí parece llegar anticipadamente, instalarse a lo largo y a lo ancho de sus angostas veredas, llenar el lugar de un inesperado recogimiento, y cuando los primeros vientos tímidos se deslizan sobre las ramas, prodigarse en oro a manos llenas. Nunca faltan las ganas de caminar por estas callecitas sin estridencias, cuando estalla de luz el otoño de Coghlan, porque el aire de confidencia que las envuelve las torna esenciales para quienes desde su comunicativo silencio entablan el diálogo secreto, único, que todo amante de la ciudad tiene con ella.
Hubo un tiempo en que fue posible sentir lo más alto de abril en su esplendor otoñal sólo con caminar por la entonces avenida Del Tejar, pero cuando se modificó su aspecto se le quito su esencia, se apuñaló a la magia con el cuchillo mellado de la insensibilidad, murió su duende, y nos quedó el recuerdo de su agonía, que aún persiste.
Por eso no es lo mismo transitar por Balbín y su apuro en ambas direcciones sobre una cinta de asfalto, que haberse demorado por Del Tejar cuando era un rumoroso –no ruidoso– bulevar dueño de imponentes maceteros de mampostería en forma de copa, verdeantes de yucas y plantas silvestres. De tanto en tanto un banco para reposar un instante y proseguir luego el lento paseo por los grises aquietados de un mayo que se llevó el olvido.
A nadie se le ocurriría hoy salir a buscar el otoño, paseando con morosidad, por esta avenida a la que le robaron su encanto al quitarle su paseo central, cuando la urgencia la puso al servicio del automóvil, transformándola en vía rápida, sustrayéndole el bulevar que la identificaba con rasgos propios y que sirvió como corto paseo vecinal en tardes de sol tibio. Desde entonces por Balbín, esta estación de quietud y pensamientos se confunde con otra de cualquier lugar. Allí nunca más desparramará sus ocres, entre marzo y junio, un otoño de Coghlan.

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