LA ROSA BLINDADA Y EL CLAVEL DE LA AUSENCIA

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Buenos Aires Sos.- 14 de septiembre de 2010.- (Por Rubén Derlis).-  Entre la rosa –blindada por Tuñón– y el clavel de la ausencia –sobre el piano de Pugliese en espera de su libertad– transcurrieron más de cuarenta años de historia universal y nacional, en cuya dialéctica de la realidad, tan opuesta a la idea hegeliana, templaron el fervor por el arte y la pasión por la vida ambos creadores. Tres cosas fundamentales, entre otras muchas, los unieron: Buenos Aires, la música, la poesía; una sola, sin necesidad de más, los hizo reconocerse hermanos: una misma ideología donde el hombre desarrollaría todas sus potencialidades. Y a ella adhirieron con acciones y palabras que les reportarían cárcel y persecuciones. Alto e inmerecido precio que debieron pagar por fidelidad a un ideal, consecuencia con un destino, conciencia plena del sentido de la ética. Valores todos que se fueron deshilachando desde fines de los 70, aflojaron su urdimbre en la segunda Década Infame, y mostraron al hombre –al argentino y a los de más allá– pisando el umbral del nuevo siglo desnudo de ideales.

El poeta y el músico habían nacido en Buenos Aires en 1905; el primero el 29 de marzo en Saavedra 614, entonces barrio del Once, hoy “devuelto” a Balvanera;  el segundo el 2 de diciembre en Canning 392, que dice de su innegable filiación villacrespense. Ninguno de los dos se quedó corto de barriada: ambas tuvieron hombres de letras y de pentagrama sin escasez de unos u otros: los hermanos De Caro, Carlos de la Púa, Armando y Enrique Santos Discépolo, onceños; Leopoldo Marechal, Paquita Bernardo, Celedonio Flores, Alberto Vacarezza, de Villa Crespo. La vocación, esa abeja insomne y obstinada, les clava su aguijón siendo los dos muy jóvenes. Tuñón da a conocer El violín del diablo en 1926, volumen que recoge poemas escritos entre sus quince y dieciséis años plenos en vagabundeo (El libro está dedicado a sus hermanos Enrique y Oscar “los más indulgentes espectadores de mis versos”, anota Orgambide en su biografía El hombre de la rosa blindada); Pugliese escribe hacia 1922 las primeras notas de Recuerdo entre el chirriar asmático y el traqueteo del tranvía 96 en viaje al café donde tocaba. (Yo trataba de escribir siempre las notas que me venían a la cabeza, pero en aquel tiempo muchas notas no sabía escribir, contó el propio músico a Lima Quintana, quien recogió el testimonio en su libro Osvaldo Pugliese.)

Los últimos años de la década del 10 conmocionan el país. En el norte santafesino son sangrientamente reprimidos hacheros y obrajeros de La Forestal  –más de doscientos muertos– que habían logrado constituir el Centro Obrero. En la Patagonia, Wilkens da los pasos iniciales para agremiar a los obreros, lleva adelante la primera huelga en el sur, y lidera los movimientos de fuerza que culminarán en una matanza de trabajadores a manos de la policía primero y de las fuerzas armadas después. En Buenos Aires, la Semana Trágica sacude el barrio de San Cristóbal: en enero de 1919 la huelga iniciada en los talleres metalúrgicos Vasena se expande, cobra tal dimensión que el gobierno no duda en reprimirla militarmente, lo que deja una gran mortandad de obreros. Estos acontecimientos debieron tocar  profundo  la sensibilidad de nuestros artistas adolescentes, tanto que si alguna vez pensaron en el arte sin compromiso –todo creador es tentado por esta engañosa sirena– no tardaron en combatir el falaz encantamiento con su mejor arma: crear desde el hombre y con los hombres.

En 1936, la Guerra Civil Española se apresta a cambiar el mundo: de un lado –el de la luz– el pueblo en arma, los milicianos, las Brigadas Internacionales; del otro, el oscurantismo de los que históricamente mantuvieron a España con un siglo de atraso con respecto a Europa: el clero manipulador y reaccionario y el militarismo que metamorfosea el nacionalismo en fascismo. Este es el momento de inflexión para nuestros artistas, la piedra de toque para que músico y poeta, ahora en su adultez, abracen la causa popular con alta pasión e irrestricto compromiso. Y hasta el fin de sus días no habrá nunca un paso atrás, ni colaboracionismo, ni febles tentaciones que logren echar por tierra aquellas simples y vitales palabras con carnadura humana, aprendidas entre sus iguales y aprehendidas en su más antigua acepción, cuando apenas si eran aprendices –aun ignorándolo– de hierofantes populares como finalmente lo fueron.

Un estro visceral en su contenido, trasmitido con intensidad de vida sea cual fuere la cuerda que pulse que va de lo lírico barrial  a lo social comprometido con su tiempo, y en lo formal sin conceder un ápice a la rima desgastada por versificadores para emociones fáciles, será el legado que entregará Raúl  González Tuñón a nuestra poesía.

Haber dotado al tango –a su tango– de sello propio: la marcación que hizo a su orquesta inconfundible hasta coronar un definitivo y contundente estilo más el trabajo de los arreglos musicales sin dañar la estructura primigenia de la partitura,  fueron algunos de los aportes invalorables rubricados por Osvaldo Pugliese.
¿Pero cómo son estos hombres en sus vidas cotidianas con  relación al oficio de creación que manejan?

El poeta dice lo suyo sin restricciones, en auténtica libertad de expresión. No compone versitos para ganarse el favor editorial y ver publicadas sus obras; no mendiga logotipo de afamadas casas impresoras –ayer como hoy satrapías draculizadas–. Quienes imprimirán sus poemarios serán muchachos entusiastas puestos a editores por amor a su poesía. Y ambos, jóvenes poetas metidos a editores y poeta mayor, abordarán el papel impreso a pérdida total desde el vamos. Como no debería ser, pero es. Lo asumen y lo entienden como lo entendieron desde Gleizer hasta Libros de Tierra Firme pasando por las Ediciones del Alto Sol. El mayor rédito será la alegría de ver la poesía en la calle. Con nuestro poeta, mientras vivió, siempre fue así.

El músico necesita formar orquesta para armonizar su expresión. Desde la primera formación orquestal, el pianista Pugliese, convertido en director, siempre consideró su conjunto como un todo homogéneo; bien habría podido desperdigar fiorituras desde su instrumento en solos apabullantes, pero nunca necesitó de ello: integrado a la reunión armónica su piano será uno más, otro esforzado trabajador del sonido para mayor lucimiento de la orquesta en pleno. Nunca fue de otra manera. Y en cuanto al dinero, a la hora de cobrar por actuaciones en bailes primero y recitales después, entró a su bolsillo y al de sus músicos mediante el sistema cooperativo, de ahí que no pocas veces se diera que un integrante ganara más que el director, aunque éste fuera Osvaldo Pugliese.

Así fueron estos dos Hombres –y la mayúscula no es error tipográfico sino sentido homenaje de quien esto escribe– cuyas vidas físicas cruzaron un momento del país donde se intentaron cambios profundos desde y con la base social más relegada y ninguneada: el proletariado. Si bien algunos de estos cambios se llevaron a cabo, poco tardaron en negarlos de un  plumazo los galonados salvadores de la Patria o los mandaderos imperiales de turno en sus asaltos a la Casa Rosada.

Si leer la poesía de Raúl González Tuñón y escuchar la música de Osvaldo Pugliese son necesidades requeridas por el espíritu, consustanciarse con la ética  que les marcó el derrotero debe ser imprescindible en momentos como los actuales, donde el doble discurso campea, la moral se da vuelta como un guante, todo vale –no por ignorancia de los legítimos valores, sino porque éstos son desechados– y resulta tan difícil lograr el reacomodamiento humano dentro de su propia estructura en un mundo jaqueado por el tsunami del pensamiento único.

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