«Gondolín» el primer hotel del mundo habitado por travestis

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16 de septiembre de 2016.- (Por Lucas Villamil).- El Hotel Gondolín es uno de los puntos de encuentro de travestis que llegan a Buenos Aires desde el interior del país, como Zoe, una pionera que vino desde Salta en los noventa y hoy ayuda a las recién llegadas a adaptarse a la Ciudad. ¿Cómo es vivir en «el primer hotel del mundo ocupado pacificamente por chicas travestis?».

Me desvistió con la mirada. Eso sentí la primera vez que me crucé con ella. Creo que era una noche de febrero, a pocas cuadras de mi casa. Desde unos tacos altísimos, un par de ojos muy delineados me atravesaron con absoluto descaro. La calle estaba vacía, salvo por nosotros dos.

-Hola papi, vení conmigo -dijo. Yo sonreí algo nervioso y seguí mi camino.

Pocos días después, me pareció volver a verla. Fue en la verdulería del barrio. Sin el maquillaje era difícil reconocerla, pero su voz era muy parecida a la que me había hablado aquella noche. Me había dicho «papi», de eso no me podía olvidar.

Un día, buscando un local de comidas árabes, me acerqué a pedirle ayuda a una mujer que estaba parada en una esquina junto a sus dos perros. La mujer resultó ser Zoe, la travesti de las otras veces, que no conocía el local de los árabes pero que sí me pudo dar muchas otras respuestas. Fue en la intersección de Aráoz y Jufré, en Villa Crespo, a solo veinte metros del Hotel Gondolín, un edificio de cuatro pisos con una fachada turquesa y una pequeña puerta de metal, en el que viven cerca de setenta travestis.

Veinte años atrás, el Gondolín era un típico hotel familiar, de los que hay muchos en Buenos Aires. Había un dueño, precios económicos, algunas familias y varias travestis. Con el tiempo, el dueño del hotel vio que las chicas eran un mejor negocio: estaban dispuestas a pagar más y no se atrasaban nunca con el alquiler. Entonces decidió echar a las familias y quedarse solo con los travestis, sin imaginarse que pronto se quedaría sin nada y que ellas, organizadas como una gran familia, serían las nuevas dueñas del hotel.

Zoe es salteña, la séptima de nueve hermanos, tiene 40 años y hace 18 que vive en el hotel, casi la mitad de su vida. Es morocha, de piel morena y comenzó a vestirse de mujer a los catorce años. Su padre, separado de su madre desde hace muchos años, es puestero en un campo y está siempre vestido de gaucho, con bombachas, sombrero y cuchillo en la cintura. La última vez que Zoe lo fue a visitar tuvo que andar una hora y media a caballo. Cuando decidió mudarse a Buenos Aires, Zoe tenía apenas dieciocho años y su madre quiso convencerla de que se quedara en Salta con ella, pero no hubo caso.

-Yo ya estaba decidida, ya quería tener tetas, tenía el pelo largo y me vestía como una mujer- dice, sentada sobre su cama con las piernas cruzadas.

Su habitación tiene una ventana que da a la calle, la persiana está baja. Hay una cama de dos plazas, un televisor encendido en el canal nueve, una heladera, un armario grande y un par de sillas y sillones. Abajo de uno de los sillones hay un tacho con cera para depilación. De una de las paredes cuelga un espejo y de otra un cuadro en el que se ve un castillo en la punta de una montaña, como los de los cuentos de hadas.

Buenos Aires recibe cada año a cientos de travestis del interior del país que deciden buscar una vida con más oportunidades. El Gondolín es uno de los puntos de encuentro en la Capital para muchos travestis provenientes de las provincias del norte, sobre todo de Salta y Jujuy. Llegan muy jóvenes, casi sin dinero y con apenas unas pocas convicciones. Acá no les resulta fácil ganarse la vida y la primera opción, casi siempre, es la prostitución. Zoe no fue la excepción, aunque ella comenzó a ejercer ese oficio antes de llegar a esta ciudad. En Salta, Zoe cursó hasta el primer año del secundario y después empezó a estudiar mecánica dental en un instituto nocturno. Cuando volvía del instituto a su casa tenía que pasar sí o sí por la zona roja salteña.

-Pasé una vez, pasé otra vez…la tercera vez me paró un tipo, me pagó y me gustó. Y así empecé a ir, aunque no tenía necesidad. Era todo como un juego. Pero cuando me tomé en serio la prostitución fue cuando llegué a Buenos Aires, porque acá tenía que comer, tenía que pagarme el hotel, pagarle a la policía, la ropa, todo.

Zoe llegó a Buenos Aires en 1994 y en el 96, mediante unas travestis rosarinas que conoció en la calle Godoy Cruz, fue a parar al Gondolín. En aquel entonces, ella tenía poco más de veinte años. Su adaptación a Buenos Aires no fue fácil e incluyó unos cuantos pasos por el calabozo. Para poder trabajar, primero debía pagar un derecho de piso. Según recuerda, estuvo mucho tiempo entrando y saliendo de las comisarias porteñas. La retenían durante veinticuatro horas, ella pagaba una multa de quince pesos y la dejaban salir. Al día siguiente , la misma secuencia. En esa época, en Buenos Aires eran pocos los hoteles que alojaban a las travestis y los que las recibían se aprovechaban de ellas. Eso era lo que pasaba en el Gondolín. El hotel no estaba en buenas condiciones, los baños y las cocinas estaban muy sucias, no había luz en los pasillos y las camas estaban rotas. Además, el dueño del lugar no tenía las habilitaciones en regla, tenía deudas con la Dirección de Rentas de la Ciudad y cobraba un alquiler cada vez más caro. Fue entonces, cuando un grupo de travestis que habitaba el hotel denunció al dueño. Finalmente, en el año 99, hubo un allanamiento y el lugar quedó clausurado, pero a sus inquilinas no las pudieron desalojar. Zoe me explica que no se trató de una usurpación, porque ellas ya vivían ahí y hasta figuraban en el libro de actas del hotel que quedó incautado en alguna comisaría. Este, dice Zoe, «es el primer hotel del mundo ocupado pacificamente por chicas travestis».

Desde el patio llegan gritos y alguien toca la puerta de la habitación, Zoe abre y una cabeza rubia teñida se asoma. Es Carolina, una travesti jujeña de veinte años que llegó hace varios meses al hotel. Viene a traerle a Zoe un plato de comida y, de paso, quiere saber con quien está, pero Zoe agarra el plato y cierra rápido la puerta.

-Carolina es sobrina mía y es hija de Cristal, una jujeña que está acá hace mucho- dice.

En el «Gondo», como llaman al hotel cariñosamente sus habitantes, las travestis se organizan en una suerte de núcleo familiar. Todas tienen alguna hermana, prima, tía o madre. Se trata de algo típico de la cultura travesti. De esta manera, las más jóvenes tienen un respaldo a la hora de pararse a trabajar en la zona roja. Decir que son hijas de Zoe o de Cristal, o que viven en el Gondolín, les facilita el respeto de las demás prostitutas.

Mientras conversamos, una perra negra descansa a nuestro lado. Es Bebé, una antigua habitante de la casa que trae recuerdos bellos pero dolorosos. Fue un regalo de Osvaldo, una ex pareja de Zoe que convivió con ella en esta habitación en épocas más oscuras del Gondolín. La pasta base era moneda corriente en esos tiempos y se llevó varias vidas, incluida la del novio de Zoe.

-Esa perra tiene más derechos que todos estos putos que viven acá -dice Zoe.

Tiene las uñas pintadas pero no está maquillada y, si la observo detenidamente, puedo ver al hombre que fue alguna vez. Aunque su actitud, sus gestos y su mirada son los de una mujer. Por momentos, se queda callada y se arregla el cabello. Después me dice que ella ahí, en esa habitación, vive tranquila.

Además de Bebé, en el hotel también viven Messi, el otro perro de Zoe. Es más pequeño y movedizo y fue un regalo de Andrea, la actual encargada -y una suerte de jefa- del Gondolín. Andrea es salteña y llegó al hotel de la mano de Zoe en el momento de máxima decadencia del edificio, hace unos diez años. Su figura fue clave para generar un cambio. El hotel necesitaba a alguien que tuviera autoridad y que se ganara el respeto de todas sus habitantes, y ella lo logró. El primer paso fue echar a la gente que vendía droga y establecer una serie de normas de convivencia. Ya no se podía trabajar en las cuadras del barrio y mucho menos hacer entrar a los clientes al hotel. Eso fue fundamental para mejorar la relación de los travestis con los vecinos. Además, se acordó una tarifa mensual para comenzar a mantener el edificio en buenas condiciones, se pagaron las deudas y se restablecieron formalmente los servicios de luz, agua, gas y cloacas.

El Gondolín funciona hoy como una Asociación Civil. El hotel tiene cuatro pisos, tres cocinas, tres baños y quince o veinte habitaciones. En cada habitación hay dos camas cuchetas, y las travestis jóvenes se acomodan en ellas mientras se adaptan a la gran ciudad. Si no tienen dinero, se les da un tiempo de gracia para que aprendan a trabajar y junten lo suficiente para pagar el alquiler. Además, se reparten preservativos y se brinda información para la prevención de enfermedades. El problema de salud más común entre ellas -explica Zoe- son las infecciones en los pulmones, porque se pasan noches enteras trabajando desnudas en los bosques, soportando muchas veces temperaturas bajo cero.

-Es que los clientes te quieren ver en bolas. Si estás tapada, no te comen.

Hoy, gracias a la nueva identidad de género, muchas travestis del Gondolín ya tienen documento de identidad con su nombre de mujer. Zoe es una de ellas. en su último viaje a Salta, realizó el trámite junto a su madre, quien le dio su apellido. Su nombre completo en la nueva partida de nacimiento es Diana Zoe García.

Afuera se escuchan los motores de los taxis que vienen a buscar a algún grupo de travestis para llevarlas a los bosques de Palermo. Salen con tacos, minifaldas, pelucas y mucho maquillaje. Antes de irme me quedo conversando un rato más con Zoe en la vereda. Dice que ella ya no se dedica a la prostitución. O, mejor dicho, ya no lo hace de la misma manera que antes. Hace ya varios años dejó de salir a buscar clientes, pero a veces los clientes la encuentran a ella.

Ahora, Zoe tiene otras maneras de ganar dinero. Al lado de la casa de su madre, en Salta, tiene un terreno en el que construyó tres habitaciones pequeñas y se las alquila a travestis salteñas. Al mismo tiempo, adentro del hotel, Zoe también gana algunos pesos haciendo favores y dando préstamos. Muchas veces le da dinero a alguna travesti más chica para que se haga una operación, pero la tasa de interés al alta. También cobra por prestar sus zapatos, sus vestidos, su perfume y sus esmaltes. Nada es gratis, es lo último que dice.

Cae la noche y los perros duermen en la habitación. Carolina y sus compañeras pronto estarán paradas semidesnudas en alguna esquina de Buenos Aires y Zoe, tal vez, salga a caminar por el barrio. Seguramente, quién sabe, muy pronto la volveré a encontrar.

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