ELOGIO DE SAN CRISTÓBAL

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Buenos Aires Sos.- 1 de septiembre de 2010.- (Por Rubén Derlis).- San Cristóbal no es para una vez: es para siempre. Quien lo haya recorrido de adoquines y faroles trémulos que el invierno hamacaba en las esquinas solitarias, o quien hoy lo camine por Jujuy, de ancha faja de asfalto y luces de mercurio, sabe que es uno de los caminos –pese a las décadas que separan la ciudad íntima de ayer a esta de ahora, multitudinaria– que hay que recorrer para graduarse en porteñería, y más si se desea compartir algunos de los secretos que Buenos Aires sólo revela a sus amantes incondicionales.

Este barrio tiene muchos todavía que otros fueron perdiendo: casas de piedra gris de estilo italiano con impecables balcones combados y de flores de hierro que aún yerguen su prosapia finisecular; una luna que ciertas noches de verano se deja rodar por Oruro hasta San Juan para ascender luego por la estrecha callecita y acostarse en las estribaciones verdes de la plaza Martín Fierro, no sin antes tocar con luz fosforescente el edificio que hace ángulo con 24 de Noviembre, donde existió la casa amarilla con perfil de postal sepia a la que cantó González Tuñon; y si se presta el oído al rumor de un viento antiguo que a veces gime por Barcala, es posible escuchar las airadas y legítimas voces de protesta obrera, socialistas y libertarias, elevándose sobre el humo de la pólvora represora de la Semana Trágica.

Y están los todavía más íntimos, personales, aquellos que cobraron aliento mientras fuimos viviendo: las múltiples peregrinaciones hasta la estatua de Florencia Sánchez, en el centro del bulevar –cuando lo había – a vibrar de bohemia junto al magnetismo de su bronce como un Childe Harold de arrabal, en otoños garuados de melancolía y adolescencia deshilvanada. El pasaje Uriburu, con su particular rumor de vida, aislado de los nuevos ruidos que le nacían a la ciudad por la avenida Independencia, generando su propio microclima cuando esta palabra aún no se había inventado; El Pasaje –a secas–, como lo llamábamos, donde vivían mis primos y donde suspiré por Dorita, una morena erguida, de ojos grandes y mirar recatado. La calle de una sola cuadra, empedrada e intensa como la Via del Corno de Pratolini, pero en lunfardo. Las grandes ventanas vidriera de La Vascongada frente a las que –de chicos– podíamos pasar largo maravillándonos con la embotelladora automática que llenaba botellas verdes y panzonas, mientras le dábamos los últimos mordiscones al vasito Starosta del helado. El paredón del Hospital Francés, por Estados Unidos, donde las novias nunca querían detenerse, más por miedo a ser vistas por los vecinos que por falta de ganas. El almacén y despacho de bebidas de Humberto I y Urquiza, donde no había baraja porque cosas mayores conmovían la atención del parroquiano, como cuando Gregorio “el Pampeano” o mi amigo Elbio Nessier cantaban zambas si eran provocados por alguna guitarra. Y Carlos Calvo treinta treinta –como se conocía a este antepasado de los hoteles alojamiento a los que llamaban amuebladas– todo un clásico de la oculta vida porteña, que entró en la literatura de la mano de Dalmiro Sáenz en un cuento recordable y entre cuyas paredes di mis primeras materias en íntimas asignaturas.

Habría que garabatear más de un bloc Coloso para agotar todos los todavía que el barrio tiene, porque este ámbito sur –hito de la porteñidad– , poseedor de una historia tan sólida como particular, no sale a pregonarla para que todos se enteren. Hacer bandera no es de San Cristóbal; más bien guarda la rica herencia de su pasado, que entregará sólo a aquellos que sepan atesorarla.

Barrio solidario como el que más, no dejó a nadie en la estacada: cuando vio que el tango se bailaba en la calle –sobre el piso de tierra firuleteaban las alpargatas bordadas– y era mal visto por aquellos que nunca entendieron el sentimiento popular, no lo dudó un momento –además estaba anticipando el futuro–, y lo hizo entrar por derecha al patio florido de María la Vasca.

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