Derechos Humanos: emergieron las bestias dormidas

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9 de diciembre de 2016.- (Por Daniel Feierstein *).-  La lucha contra la impunidad de los genocidas en nuestro país lleva 40 años de un recorrido cambiante. En ese tiempo, el pueblo impulsó diversas estrategias para disputar el sentido de los hechos y juzgar a los responsables ante los reiterados intentos de imposición de la injusticia. ¿Cómo fue ese recorrido? ¿Cuáles son los desafíos luego del primer año de gobierno de Cambiemos?

Termina un año duro. Un año distinto. Un año donde se quebraron algunas correlaciones de fuerzas pero también quedaron al desnudo algunas construcciones imaginarias. Un año que nos va mostrando las consecuencias tanto de los aciertos como de los errores. Un año, por lo tanto, que nos obliga a un balance honesto y autocrítico para ser capaces de afrontar los desafíos del presente.

La lucha contra la impunidad de los genocidas argentinos jalonó cuarenta años de historia, en un recorrido no lineal sino zigzagueante pero que, asentado en la disputa por las representaciones colectivas, logró que dicho zigzag permiiera avanzar. Avanzar a niveles realmente sorprendentes cuando se observa toda la trayectoria en una perspectiva comparada, tanto regional como internacional y en una mirada de mediano a largo plazo.

Juzgar a los comandantes no fue tarea fácil. Cuesta recordar que la teoría de los dos demonios fue el costo a pagar por dicha conquista, porque era el estadío en que las representaciones colectivas podían avalar la necesidad de justicia. Los planteos militares y la estrategia formulada por Alfonsín antes de asumir la presidencia, basada en los «tres niveles de responsabilidad -los que dieron las órdenes, los que las cumplieron y los que se excedieron-pusieron límites concretos al avance en el proceso de juzgamiento de aquellos años, que parecieron definitivamente clausurados con la respuesta gubernamental a la rebelión carapintada de Semana Santa y la sanción de la ley de obediencia debida en 1987, la represión al intento de tomar el cuartel de La Tablada en 1989 y los indultos menemistas de 1989 y 1990 de la mano de una política de reconciliación.

Pero la impunidad construída desde arriba hacia abajo, desde los negociados del poder como intento de imposición de representaciones colectivas, jamás logró consensos importantes en la sociedad argentina y la resistencia se reveló tan original como efectiva. Cuatro fueron sus grandes líneas maestras: la apelación a la jurisdicción universal (abriendo causas en numerosos países como Francia, Alemania, Suecia, Italia, Estados Unidos y la más emblemática en España); la apelación a los organismos regionales e internacionales (que logró, entre otras cuestiones, la apertura de los «juicios por la verdad», además de la condena del Estado argentino en numerosos foros); el aprovechamiento de las fisuras en las leyes de impunidad (como la apertura de los juicios por apropiación de menores que lograron una nueva condena a Videla a fines de los noventa o la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad en un fallo de 2001) y, con el surgimiento de una nueva generación de luchadores a mediados de los noventa, la inauguración de una modalidad original de lucha: los «escraches» en las casas o lugares de esparcimiento de los represores impunes.

La posibilidad de reapertura global de los juicios fue producto de la articulación de dos procesos simultáneos: por un lado, fue la consecuencia de un proceso de lucha colectiva de casi treinta años; por el otro, implicó la decisión política de un gobierno que hizo de los derechos humanos un pilar de su construcción de legitimidad. Las visiones parciales que sólo logran ver uno de los dos elementos resultan igualmente erradas y mezquinas. esto es: que es tan falso que el proceso de lucha contra la impunidad iba a terminar necesariamente en la reapertura de los juicios sin un gobierno que asumiera esa decisión histórica como plantear que la reapertura fue un regalo de un gobierno sin conexión con las conquistas  de luchas previas. La reapertura de los juicios fue producto de la confluencia de un proceso de resistencia por abajo y de una decisión política coyuntural de hacerse cargo de dichas reivindicaciones, cuyos cálculos de oportunidad  política en nada la deslegitiman, pero también son parte ineludible de la explicación.

Comprender esta historia resulta fundamental para evaluar los balances y desafíos de la hora actual. Habiendo aprendido de la experiencia menemista, los sectores dominantes no han encarado una política de impunidad avalada desde el poder político ni la violación sistemática de derechos humanos de arriba hacia abajo sino que han tendido, durante el año que concluye, a construir las condiciones para que emergieran las «bestias dormidas», saliendo a dar la disputa por las representaciones colectivas, con múltiples y articuladas iniciativas. Entre otras numerosas acciones, se encuentran la reinstauración de la lógica binaria de los dos demonios, al modo de «lo que existió fue una guerra sucia», «las responsabilidades de la izquierda armada nunca fueron juzgadas» o «se quebró el rol neutral del derecho», nuevos llamados a políticas de reconciliación y perdón, con la mentirosa y malintencionada valoración de la experiencia sudafricana, equiparación de las luchas históricas por las conquistas de derechos a negociados realizados por algunas de las figuras públicas de dichas luchas, y la utilización del aumento de la inseguridad y la desocupación como legitimadores de políticas represivas o racistas.

Si en la segunda mitad de los noventa la originalidad y la articulación de iniciativas distintas y complementarias fue la característica más importante en la conquista de las representaciones colectivas por parte de la lucha contra la impunidad y por la conquista de derechos (recordemos que allí también surgió la campaña por un salario universal que luego terminara como política pública en la Asignación Universal por Hijo, entre otros procesos de lucha iniciados en los 90 y coronados una década después), ahora esa originalidad y polivalencia parece más bien estar en manos de una derecha que ha comprendido que debe ganar el sentido común para, desde allí, forzar políticas públicas que logren institucionalizar sus ambiciones.

Es necesario reconocer, por doloros o molesto que resulte hacerlo, qué flaco favor le han hecho a estas disputas quienes confundieron políticas de Estado con políticas de gobierno o conquistas colectivas con dádivas del oficialismo de turno, quienes (a favor o en contra de un oficialismo) tendieron a sectarizar o buscaron apropiarse de historias de lucha plurales.

Todas las veces que el gobierno alfonsinista fue jaqueado por los alzamientos militares, las plazas del país se llenaron de militantes con distintas banderas (radicales, peronistas, comunistas, trotzkistas, entre muchas otras). Fue la misma articulación plural la que logró enfrentar en los años noventa las políticas de impunidad, sin que ello implicara que hubiera una estrategia única ni consenso con respecto al mejor modo de confrontar con el menemismo pero sí conformando espacios como el Frente Grande, Frepaso, Izquierda Unida, dando la disputa al interior del peronismo o resistiendo desde los frentes sindicales y sociales que buscaran articular algunas de estas identidades partidarias.

Ese pluralismo hoy parece estar más bien de la vereda de enfrente, que logra nuclear en un frente común a los nostálgicos de la dictadura genocida con quienes plantean una recuperación republicana de las instituciones, a quienes sostienen una política de reconciliación y perdón con quienes defienden las garantías penales de los procesados por delitos de lesa humanidad o quienes cuestionan la apropiación partidaria de la defensa de los derechos humanos.

Es importante comprender que esta inversión de la iniciativa política o la originalidad en los modos de encarar las luchas y el pluralismo de las alianzas sociales no han comenzado este año ni son producto de una elección presidencial sino que tienen raíces en los años previos -no menos de un lustro- y se asientan en errores propios y aciertos ajenos.

En la campaña presidencial de 2015, ni la continuidad de los juicios a los represores ni la implementación de políticas de restitución de derechos a los sectores más vulnerados fueron centrales en las plataformas de ninguno de los tres candidatos principales. Y las transformaciones regresivas se vienen preparando hace unos años y no cobran su fuerza mayor de decisiones gubernamentales del macrismo (aunque algunas hay, sobre todo de desfinanciamiento) sino más bien de un «dejar hacer» a los operadores judiciales y de «escuchar la voz de la calle», una voz que, no sin resistencias, se va ganando a partir de estas iniciativas diversas y complementarias, con la persistente ayuda de los aparatos mediáticos y la colaboración, intencionada o no, de académicos y políticos de distintos orígenes.

El desafío del presente se encuentra entonces en nuestra capacidad de recuperar la potencia de una acción plural que requiere converger más allá de nuestras distintas caracterizaciones políticas del pasado y del presente. Encontrar aquellas acciones comunes en las que confluir sin que eso implique ignorar nuestras diferencias, redescubrir la originalidad de las modalidades de resistencia, comprendiendo que no pueden ser las mismas de otras épocas, que la historia cambia y nosotros cambiamos con ella. Que no puede haber nada más empobrecedor que el llamado vacuo a la nostalgia a un «volveremos» que nunca podría  englobar al conjunto porque muchos de los actores de aquellas luchas, tan necesarias en esta resistencia, jamás se sintieron parte de aquello a lo que de se quiere «volver», pero además porque la historia jamás va para atrás.

Así como lo que vemos en 2016 no es 1955 ni 1976 ni 1990 ni 1999 ni 2001 (por mucho que algunos crean que suman políticamente al hacer esas extrapolaciones), lo que podremos construir no será nada de lo que existió (ni los 60 ni los 70 ni la «década ganada»), sino lo que podamos hacer con las condiciones de nuestro presente, con quienes somos aquí y ahora y con quienes tenemos enfrente, pero también con quienes tenemos al lado. Con la claridad de ser capaces de distinguir quiénes son los que deben estar ‘enfrente’ y quiénes los que deben esta «al lado».

Los sectores dominantes siempre lo tienen claro y en este 2016 lo han demostrado con creces. El desafío será si somos capaces de aprender, de lidiar con nuestros prejuicios, con nuestras desconfianzas y con nuestros narcisismos y de hacernos cargo de los desafíos de una época que será tanto más oscura cuanto más nos lleve comprenderlos.

 

*Investigador del CONICET

 

 

 

 

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