DE LA YAPA AL BONUS

0 24

Buenos Aires Sos.- 27 de septiembre de 2010.- (Por Rubén Derlis).- Casi todos los negocios de expendio de productos de mayor consumo tenían incorporada la yapa como parte de su modus operandi. Pero entre los que destacaban en la práctica de esta modalidad sobresalían sin duda los almaceneros, que la habían incorporado a su diario mercar, como la libreta de hule negro, ejemplar único, sin duplicado, siempre en poder del cliente, cuya garantía a la confianza en él depositada por los don Jesús, Andrés o Antonio del almacén de la esquina, era su condición de vecino, y no hacía falta más; por aquella época, la honestidad se daba por descontada. No se conoció goma de borrar o grafito artero infiltrados con intenciones aviesas entre los despatarrados números.

De ese tiempo de almaceneros galaicos y algunos que otros itálicos de jerga híbrida y colorida, llegan al recuerdo la alegría de la yapa y la sonrisa niña, en la masticación sin pausa de  un caramelo duro de domeñar. Mientras voy saliendo entre las góndolas de un supermercado de barrio, celosamente vigilado por la cámara oculta – cancerbero electrónico y polifemo– , y discurro de cómo se dirá yapa en coreano, aunque por inexistente inclinación de los de este origen al mínimo gesto de agradecer la compra que se les hace, calculo que dicho vocablo no debe existir en su amarillo idioma, o que si existió alguna vez devino arcaísmo con presteza, olvidado ex profeso por no apto para su diáspora monetizada.

La yapa era bondad: una golosina para los que hacíamos el mandado, o unos gramos de más en el artículo que compraban nuestras madres. Ahora, si la yapa era dada por el dependiente a la vecina que dejaba entrever el inicio primaveral de su blusa inquieta, podía asumir proporciones de escándalo, por lo que corría serios riesgos de convertirse en soborno, y el improvisado seductor perder su trabajo si el patrón advertía la magnanimidad del acto.

En todos los almacenes estaba instituida; no era necesario pedirla: llegaba sola; a lo sumo, si se producía un involuntario olvido, con sólo quedarnos mirando, pegados al mostrador una vez efectuada la compra, bastaba como recordatorio. A veces, más por el apuro de librarnos del mandado, ansiosos por ir a jugar, resultó que, ya de vuelta a casa,nuestras madres, al vernos sin nada, nos reprochaban: “Decile a don José que te dé la yapa”, reclamada con la exigencia de un vuelto. Y allí surgía desde los fondos de una lata o un frasco de vidrio, la galletita o el caramelo. El almacenero asumía la yapa casi como una obligación; para nosotros era la alegría estatuida en forma de golosina.

Cuando paulatinamente los almacenes se transformaron en despensas o proveedurías, la modalidad se fue perdiendo, como también desapareció la compra al fiado. Se comenzó a pagar al contado; en algunos casos porque muchos podían, en otros porque la llegada de nuevos vecinos, que a veces partían de un día para otro, generaba cierta desconfianza; el escaso conocimiento que tenía de los recién afincados, no le daba al comerciante ninguna seguridad acerca de su honestidad o permanencia en el barrio.

También hizo su entrada a escena el apuro: cualquier transacción urgía; había que apresurar la vida si se quería escalar; los tiempos parecían óptimos para tal menester y se obraba en consecuencia. Además, con la lenta pero sostenida aparición de algunas comodidades hogareñas –la heladera eléctrica fue fundamental–, las compras comenzaron a efectuarse de distinto modo: ya no era necesario avituallarse a diario. Y en este camino hacia ansiados logros materiales, quedaron agonizando, hasta morir a su vera, la yapa y la libreta de hule. La primera, irremediablemente muerta; no así la segunda, a la que resucitó la corriente del pensamiento neoliberal de fines del siglo pasado, que la puso en vigor gracias a la oleada de flamantes paupérrimos que promovió, los que debieron recurrir a ella si la aquiescencia del proveedor lo permitía.

Hoy sobre la tumba de la yapa, sepultada hacia varios decenios, posa sus garras el bonus, clonación de la rapiña foránea y la voracidad desmedida, engendrado en el jergón del consumismo. Bonus, en castellano adehala, significa lo que se da como gracia o se establece como obligatorio sobre el precio de lo que se compra; en una segunda acepción equivale a propina. Pero esta adehala a la usanza norteamericana no es ninguna gracia, y menos puede tomarse como algo obligatorio por parte de las multinacionales, que usan de ella según su propia conveniencia. Así, cualquier producto de una superempresa sufre fuerte competencia por parte de otro monopolio superlativamente tentacular que intenta arrebatarle el mercado, aquella procurará mantener cautiva a su clientela, para lo cual se volverá “generosa” y con bombos y platillos publicitará que cierto champú le regala tantos centímetros cúbicos, que tal paquete de galletitas trae diez unidades más, o el jabón en polvo equis ahora viene con cinco lavados gratis, y así de corrido con cuanto producto se vea momentáneamente amenazado por la boa constrictora de la corporación que intenta fagocitarla. Superado el sofocón, todo retorna a sus carriles normales: usted volverá a tener menos centímetros cúbicos de enjuague para sus cabellos, comerá diez galletitas menos, perderá cinco lavados.

Ya no es el almacenero quien retribuye en agradecimiento sin esperar nada a cambio; ahora son los que elaboran, las grandes manufacturas, los que manejan las cadenas de producción, quienes dicen dar, sin que esto sea cierto, anunciando en los envases de sus productos –o cualesquiera sean, en gran diversidad– que juntando equis cantidad de figuras de esto o aquello, o sumando tantos puntos que hallará bajo una tapita de gaseosa, en un paquete, o una caja que adquiera de cierto producto, siempre de la misma marca, claro está, usted ganará –no importa qué cosa– lo que no debe tomar como regalo.

Y también tenemos el bonus track, una pista de música “que nos regalan” en un compacto, como si el precio de éste fuera tan barato; además, poco les costó editar ese tema musical, que sin lugar a dudas cabía perfectamente en el disco; de no hacerlo, el espacio para la grabación se habría desperdiciado inútilmente.

Todo bonus es un falaz regalar dadivoso para entrampar incautos. Un embuste mediante el cual, más a la corta que a la larga, los supuestos beneficiados pagarán con creces, al adquirir en su próximas compras “lo regalado”, cualquiera de los productos que las multinacionales simularon darle a título de gratuidad. De donde se desprende que la moraleja sería: El capitalismo depredador no regala nada. El acaparamiento monopólico y concentrador está incapacitado para cualquier acto de desprendimiento; además desconoce la antigua lealtad entre el comerciante y su clientela, que otrora se tradujo en nuestra  yapa: desinteresada en su bondad, cordial como el entramado social donde se practicó, honrada como la fidelidad a un ética, y por amor a los pibes, solidaria.

Buenos Aires Sos

View all contributions by Buenos Aires Sos

Leave a reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *