CORTÁZAR AHORA

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Buenos Aires Sos .- Febrero 2009.- (Por Daniel Freidemberg).- Ahora en Buenos Aires hay una plaza llamada Julio Cortázar, pero cuando Cortázar vino a su ciudad a despedirse –sabía ya que la leucemia se lo estaba llevando– la mayor parte de los medios lo ignoró y el recién asumido presidente de la recién inaugurada democracia posdictatorial, Raúl Alfonsín, se negó a recibirlo, prudentemente asesorado, aunque en compensación el autor de Historias de cronopios y de famas se cansó de recibir el saludo de la gente en la calle y de abrazarse con las Madres de Plaza de Mayo.

 

Ahora Cortázar es una figura enraizada en el corazón de muchos argentinos, y en especial de la izquierda, pero en la izquierda y en los sectores del pensamiento nacional-popular su figura y su obra fueron durante años rechazadas, y no sólo por haber emigrado a París en pleno gobierno peronista sino, y sobre todo, por el carácter supuestamente «no comprometido» y «evasivo» de su literatura, muchas veces radicalmente lúdica y a veces fantástica, por haber estado vinculado con los liberales del grupo Sur, por no escribir «para las masas» y por vivir en Europa. Ahora Cortázar es lectura en los colegios secundarios y, aun fuera de los colegios, los adolescentes lo leen y lo disfrutan, pero una gran parte de la intelectualidad –más o menos los mismos sectores que cuarenta años atrás se susurraban entre sí su nombre como una consigna de pertenencia o la clave de un misterio– tuerce la boca cuando se lo nombra, con la despectiva suficiencia del que «está por encima de esas cosas».

¿Quién es Julio Cortázar, entonces, ahora, cuando este 12 de febrero se cumple un cuarto de siglo de su muerte? ¿Un hombre? ¿Una obra? ¿Una institución? Todo eso, aunque del hombre lo que queda es el recuerdo, y del recuerdo uno tiene derecho a rescatar algunos tramos que considera especialmente cargados de significación: el descubrimiento simultáneo de América latina y de la importancia de lo político al visitar Cuba en 1961, que cambió radicalmente su vida; el papel protagónico que jugó para volver visibles ante el mundo los crímenes de la última dictadura argentina, particularmente en el Coloquio de París de 1981 donde pudo sostener el concepto clave de «terrorismo de Estado»; la solidaridad activa con la amenazada Revolución Sandinista. ¿Cómo viviría Cortázar –es inevitable preguntárselo– la realidad latinoamericana de estos días? En cuanto a la obra, está ahí: hay que leerla y volver a revivirla en cada lectura como quien se interna en una aventura incierta y fascinante, y el último que querría que se la congele como solemne objeto de adoración sería el propio Cortázar. ¿Y la institución? Cortázar se tomaría a risa, seguramente, esa inevitable paradoja, aunque es seguro que no se sentiría cómodo.

Diría, además, que no hizo nada para merecerlo, y lo diría de verdad, porque al fin y al cabo siempre hizo lo que más le gustaba: escribir, jugar, atentar contra «las telarañas de la costumbre», primero en soledad, entre libros amados y discos de jazz, soportando sin ganas los rituales de la mediocridad pueblerina o barrial. Y luego, cuando el shock de la Revolución le obligó a rever todo, atisbando a través de ella un acercamiento al prójimo, al concreto dolor y las necesidades de los humanos, a la solidaridad, entendida en su caso no como una palabra para recitar sino como un hecho concreto que ejercitaba cada vez que podía con los instrumentos a su disposición, que no eran poco importantes y que de hecho produjeron una resignificación de su nombre en el campo intelectual. «Policrítica en la hora de los chacales», el extenso poema político con que salió a defender a Cuba de los intelectuales europeos y latinoamericanos que arremetían contra la revolución que poco antes habían apoyado, a propósito del sonado «Caso Padilla», fue, tal vez, el punto de inflexión. A lo que se iban a agregar, poco después, la retahíla de golpes dictatoriales en América latina y la instauración en el mundo de la creencia en el fin de las ideologías, que también implicaba el descrédito de las audaces búsquedas que intelectuales como Cortázar llevaban a cabo en el campo de la escritura y en el de la imaginación. La conformidad, que suele ser el otro rostro del miedo, entraba a reinar en el mundo.

¿Tiene sentido o no tiene sentido, entonces, volver a leer y a pensar a Cortázar cuando el paradigma de Wall Street se derrumba con las hipotecas tóxicas y nadie puede decir ya que la historia terminó sin ser tomado a risa? En realidad lo tuvo siempre: puede que algunos textos funcionen mejor cuando se los lee –como se los leyó– enganchados al espíritu de una época, pero, enteros o en muchos de sus tramos, Rayuela, 62 modelo para armar, Todos los fuegos el fuego, Las armas secretas o Último round trabajan con la materia de la condición humana y la interrogan o la ponen a prueba lo suficiente como para que no los agoten uno o dos momentos históricos. (Fuente www.acciondigital.com.ar)

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