CAMBIOS Y «PÉRDIDAS»

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Buenos Aires Sos.- 14 de octubre de 2010.- (Por Rubén Derlis).- En el libro Crónicas del ángel gris, recordando momentos de infancia en su barrio de Flores, Alejandro Dolina se hace una pregunta que no puede menos que causarle estupor. Sacando un promedio de equis cantidad de bolitas que pudieron tener los chicos de su generación, llega a una cifra nada despreciable de “ojitos”, “lecheras” y bolones que ganaron y perdieron en el hoyo y quema o en el impiadoso triángulo en la canchita alrededor del árbol –y cada quien poseía la suya–, sus iguales de entonces de pantalones cortos con fundillos remendados. Dónde está ese cúmulo de redondas maravillas vitrificadas es lo que el escritor en definitiva desea saber; pero nadie puede contestar. La pregunta no tiene respuesta. El interrogante queda instalado en la inquietud de los que han leído esas páginas; allí permanecerá como un acertijo planteado por la lejana niñez que a veces retorna a nuestro insomnio de hombres maduros.

La acertada pregunta del escritor florense (¿será este el gentilicio de los naturales de Flores?) me llevó a hacer otra, pero sin volver la mirada a los años niños, más prosaica, desprovista de lirismo, pero que estimo tiene que ver también con el amor del porteño adulto de hoy (haber jugado a la bolita entonces fue la forma de ejercer ayer ese mismo amor) por el lugar de su cotidianidad. Esto viene a cuento porque lo que me pregunto, al igual que con las bolitas de Dolina, al parecer carece de respuesta. Acaso la hayan dado, escrita por cuadruplicado, firmada por fulano, mengano y zutano, elevada a nivel superior con copia a quien corresponda y demás engorros burocráticos y yo sin enterarme. Puede que sea posible. Así y todo, no quiero quedarme sin indagar.

Muchas cosas desaparecieron de la ciudad; nunca volvimos a verlas. Sucedió con los tranvías, que exterminaron como si se tratara de dinosaurios, a punto tal que no sobrevivió ninguno; cuando se puso a circular el tranvía histórico, hubo que importarlo; lo mismo ocurrió con los viejos faroles negros de tulipas de opalina que alumbraron las calles; acaso quedaron arrumbados hasta la herrumbre en algún perdido depósito. Más recientemente ocurrió con los antiguos escudos de las escuelas primarias cuando éstas pasaron al ámbito de la municipalidad: desaparecieron; algunos colegios lograron rescatar el suyo, o porque durante el cambio no lo retiraron o porque el cariño docente por el establecimiento lo retuvo dentro de sus paredes y hoy forma parte de su patrimonio histórico.

Consciente de estos cambios, de algunas pérdidas, y de ciertas “pérdidas”, no puedo menos que preguntarme: ¿dónde están las viejas chapas azules que nombraban las calles? Desde hace décadas se vienen cambiando por otras, de inferior calidad, que a poco que el sol les dé de lleno el calor levanta las letras blancas, el fondo se deslíe, vira al celeste sucio y termina en un extraño color isabelino que dificulta la lectura del nombre. Esto a título informativo, no más; “lo hecho, hecho está” (¿no es así Lady Macbeth?), aunque en este caso, mal hecho.

No dudo de que en su momento el proyecto para el cambio haya sido presentado y aprobado luego por nuestros ediles. Pero lo que realmente me interesa saber es dónde se hallan las verdaderas chapas de la ciudad de Buenos Aires, aquellas que estaban, muchas de ellas, desde fines del siglo XIX y que al momento de quitarlas de las esquinas lucían tan lozanas como cuando se colocaron; tal vez algunas mostraban una que otra cachadura –quien diga que jamás trató de acertar en el centro de la O, o en el borde de alguna letra, o miente, o nunca fue chico–, pero sostenemos que esto no era razón suficiente para su desacertado reemplazo, que comenzó hace años, y que al igual que otros comienzos munícipes aún no terminaron; de hecho, al que puntualmente nos referimos, continúa: ahora con el aditamento de una flecha, por cartel separado, indicadora del sentido del tránsito. Para concluir: son de tan corta vida útil que ya muchas debieron reemplazarse; otras imploran un pronto recambio, para que el transeúnte pueda enterarse de cuál es la calle por la que va. Si estas “modernas” son más económicas que las antiguas, me gustaría que alguien aclarara en qué reside dicho ahorro. A las clásicas azules, convexas, de tipografía grande, legible, las colocaron nuestros bisabuelos; nuestros hijos aún pueden leerlas; éstas de ahora, de difícil lectura por ser de tipografía más pequeña, se borrarán antes que nuestros nietos sepan deletrear.  Corolario: si fue porteño el de la idea, merecería el destierro; cuanto menos: declararlo meteco.

Y las antiguas: ¿cuántas eran?, ¿qué se hicieron?, ¿dónde están? Sin ser estadígrafos, hagamos el mismo cálculo de aproximación que hizo el cronista del ángel gris para el caso de las bolitas perdidas en el tiempo. Si la ciudad de Buenos Aires tiene 12.500 manzanas –según últimos datos de Catastro–, y si como tenemos visto, no todas las calles que las componen disponen de sus respectivos nomencladores, y aun muchos de los clásicos subsisten junto a los nuevos (forman par, porque los antiguos no se quitaron, y a veces los nuevos difieren de aquellos en alguna particularidad en sus nombres, lo que no deja de asombrarnos; y perdónesenos el señalar erratas), podríamos promediar en dos chapas por manzanas, que nos daría un total de 25.000, lo que habla de un respetable volumen, difícil de amontonar en un rincón; y cantidad asimismo digna de tenerse en cuenta, si pensamos que su venta a coleccionistas, buscadores de objetos ciudadanos, o inveterados nostálgicos, podría redituar un importante aporte pecuniario a las arcas de la comuna. Por tal motivo, es de suponer que estas chapas deben de hallarse a buen resguardo en algún corralón municipal. Quiero creer que no fueron o serán destruidas, ya que como hemos apreciado, mejor destino les cabrían, ahora que dejaron de cumplir su función específica.

Tengo la seguridad de que no son pocos los vecinos deseosos de sentirse honrados por poseer la histórica chapa azul que nombraba la calle que habitaron o habitan, ya que sería una manera de hacer suyo un fragmento físico de la ciudad que los alberga, y una forma –a través del objeto-símbolo– de atesorar un recuero tangible de indudable valor ciudadano por su fuerte connotación porteña.

Creo que la propuesta es viable; en nada descabellada; sólo habría que implementar el modo de sacarlas a la venta, antes que esas chapas se “pierdan”, sin que nadie sepa dar respuesta luego acerca de cómo sucedió, y terminemos viéndolas en las casas de antigüedades, a precios exorbitantes, donde, pasado el tiempo prudencial que necesita el olvido para ganar cualquier partida, podrían ser llevadas por “los desconocidos de siempre” de cuello y corbata, tan atentos a sus particulares negocios, fáciles y rápidos merced a los contactos con “alguien de arriba”, que  por supuesto nunca falta, quien también tendrá su mordida. Si esto sucediera, es porque se habría realizado a espaldas de los verdaderos amantes de la ciudad, de los defensores de su patrimonio, y de los contribuyentes todos.

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