ASÍ EN ROMA COMO EN BUENOS AIRES

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Buenos Aires SOS.- 3 de octubre de 2011.- (Por Juan Chaneton).- Tripular un buque exige esfuerzo. Y conocimientos. Para ser tripulante (no pasajero) de un transatlántico hay que ser, por lo menos, marinero. Un marinero deja una promesa y no vuelve nunca más, según tiene dicho un amigo mío que es chileno y viajó mucho. Agrega, este amigo mío, que los marineros besan y se van y que una noche se acuestan con la muerte en el lecho del mar.

Pero también se admite en los barcos  a los que saben de motores y de máquinas. Claro, los barcos tienen motor y es el motor el que los empuja hacia delante, barrenando el oleaje de frente y cabeceando con pereza suspendida en el aire por segundos interminables hasta que, pasada la mar gruesa por debajo del casco, la proa cae sobre el agua haciendo un ¡plafff…! semejante al que haría un edifico de cinco pisos desplomándose sobre sí mismo luego de una explosión que redujese a añicos sus cimientos.

La proa sube y la popa baja.  Y luego el movimiento inverso. Esto ocurre cuando el viento sopla de frente y a este movimiento se le llama, en la jerga marina, cabeceo. Cuando la ventisca viene medio fuerte y de costado, es decir por babor o estribor, el bajel se mueve, por así decir, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda,  y a este balanceo se lo llama rolido. Los barcos rolan o cabecean según el viento.
Los marineros que trabajan en la sala de máquinas de un barco no se consideran  a sí mismos marineros sino algo más que eso. Porque los marineros, dicen, sólo saben hacer lo que hace todo marinero: maniobras de atraco y desatraco, guardias de navegación y mantenimiento del buque durante todo el trayecto que dura el cruce del Atlántico que, si el bajel navega a 12 nudos, tarda 19 días en llegar a Lisboa, más o menos.

Los de máquinas aprenden su oficio técnico, cosa que los marineros no tienen que hacer. Ellos aprenden en el mismo barco. Son hijos de la empiria, de la experiencia, en cambio los de máquinas van a  la escuela a aprender su oficio y ellos se sienten casi ingenieros por eso. Lo cierto es que los mecánicos de un barco han aprendido su oficio en alguna escuela. Se las llama, a esas escuelas, escuelas de mecánica. La mecánica que se enseña allí es para barcos de carga, es decir, para barcos de esos que se llaman mercantes. Para los de guerra hay otras escuelas. Escuelas que se llaman, por ejemplo, escuelas de mecánica de la marina, o de la armada. Eso, de la armada. De la brava muchachada de la armada.

***

La trama que urdió un escritor de un gran libro, del gran libro de la humanidad que tiene  tantos autores como hombres, mujeres, niñas, niños y ancianos hay en el mundo, nos dice que para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: “…¡Tú también, hijo mío…!

Sigue dictaminando el hombre afecto a las letras que al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías. Y que 19 siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (nótese la adjetivación perfecta del hombre de letras): ¡Pero che…! Lo matan, y no sabe que muere para que se repita una escena.

***

De modo casi parecido, una tarde de verano de fines de 1599, en el Castel Sant ´Angelo, prisión de la Inquisición,  en las afueras de Roma, tuvo lugar la escena que paso a rememorar lo mejor que pueda.

Un sueño inquieto agita  el cuerpo blando y lacerado de ese hombre que yace en el fondo del  fosco calabozo rebosante de miasmas e inmundicias. La luz de la mañana se abre paso, pesarosa, a través del alto ventanuco de la celda. Un  fino madero, pulido en espiral por el talento incontestado del romano carpintero que hace el bien sin mirar a quién, se ha hundido, por la mañana, repetidas veces, en la carne magra del prisionero de conciencia. A éste,  de a ratos y en una tarde  impregnada por las brumas de un  Tiber sombrío, lo vence el sueño.
Pero enseguida despierta.

Su carne magra  ha dejado paso pronto al tirabuzón de ébano para que éste penetrara entre los huesos de los pies. Las falanges crujieron más allá de los blandos cartílagos que han sido los primeros en declinar el lance y retirarse al paso del dolor. Han revuelto los verdugos el madero fino  dentro de los pies de ese hombre que duerme y despierta, despierta y duerme, sueña, y los huesecillos han crujido y se han roto. No se ha escapado de su boca exangüe un grito de dolor. Giordano Bruno, como Cristo en la cruz, parece un santo, mientras duerme un sueño floral y no deseado. Como Cristo en la cruz, es un hombre condenado que agoniza. Como Cristo, no es un santo, es un hombre.

Bruno sueña que es un hombre inquieto. Cree, mientras sueña  ese sueño inquieto, que el mundo es una emanación de lo divino y que, como ya lo dictaminó Plotino,  Dios es inmanencia. Sabe que todo lo demás es mutable y contingente y que nada está consolidado: ni la justicia de los hombres, ni los hombres mismos. Deberá morir, por eso, dentro de algunas horas. Las costras purulentas  que han cubierto su piel de pergamino en los meses sin sol que padece en Roma, y el andrajo impregnado de orín, y la prominente testa encanecida que se revuelve sucia en la húmeda paja gris del calabozo, y toda esa humanidad transida de estupor y doblegada por el arrebato inquisitorial que no ha podido, sin embargo, vencer al espíritu obstinado, todo ello tocará a su fin dentro de horas, de pocas y vertiginosas horas que corren como un río desmadrado y que se  lleva hacia la muerte todo cuanto arrasa.

Deberá morir ahora ese hombre, como mueren los que han visto señalado su destino por un decreto del Santo Oficio.

Humanísimo y devoto siervo de Dios, el cardenal Belarmino no quiere dolor ni sufrimientos para las tristes almas  locas que han elegido el infierno. Deberán  ser castigados, como lo será Bruno dentro de algunas horas, dulcemente y sin efusión de sangre. Así lo ha dispuesto el decreto inquisitorial para los que, como Bruno, han osado explicar que el alma del mundo está presente en  todas las cosas y que los mundos son innumerables.

El alma del mundo está presente en todas las cosas.; Dios es Mónada, minimalismo máximo. ¡Oh! Dios… ¡Oh…! límite de la transparencia. ¡Oh! Amor divino…!
¿Qué forma y color tendrá la sustancia común del universo? ¿Fluye en silencio su tiempo inagotable? ¿Será una transparencia, más allá del límite, es decir, la transparencia dentro de la transparencia…?

Decidor de lo indecible, el nolano se debate en sueños. Está, ahora, dialogando en la playa Bettina del mar de Nápoles. Es de noche y ella, la mujer adolescente a la que amó siendo él también adolescente, levanta su lábil brazo izquierdo que remata en el índice extendido hacia el abismo. Le señala una estrella, la más distante y, por eso, la más bella. Quiere vivir  con él en aquel mundo mudo. Quiere vivir con él lo que les está prohibido entre los hombres. Quiere vivir junto a él. Eso le dice ella.
– Filippo…

– Soy tuya…
Y se besan.
Todo el horror del mundo se abate ahora sobre su vigilia recobrada. Fue bello soñar con Giulia Marietta. Fue bello soñar. Pero ahora, la herrumbre de los goznes confiere a los hierros en fricción de la puerta que se abre una sonoridad cuya esencia  él ya ha presentido: el chirrido de esa puerta que se abre es la estentórea risa de Satán que celebra su victoria.
La puerta se abre y Belarmino ya está, otra vez, frente a él.
Quita el capello de su cabeza joven el inquisidor que viene en pos de la desesperada indignidad de un espíritu arrogante.  Recoge un poco sus vestidos de púrpura y oro antes de sentarse en un banco de madera y un grueso lienzo negro que cubre sus piernas asoma sobre sus tobillos.
Roberto Belarmino es  teólogo y poeta y trabaja ahora, Dios mediante, para Clemente VIII.
Belarmino mira a Bruno, de hito en hito, de hombre a hombre.
Bruno se ha erguido un poco en el piso gris del calabozo donde duerme y se despierta sobre unas piedras  que la ínfima paja gris, aquí y allá desparramada, no puede  privar de desnudez.
Hace frío, pero el hereje casi no lo siente.
Le duelen los pies, y no lo nota.
Belarmino lo mira, pero Bruno percibe borroso el perfil del monje.
Es jesuita Belarmino, así como Bruno es dominico. Ha dictado humanidades en Florencia y retórica en Mondovi, Belarmino, tareas que no le impidieron atraerse la admiración de todos por sus sermones elocuentes.
La teología la aprendió en Padua y su fama fue creciendo a medida que crecía en Europa la influencia de los protestantes. Polemizó con ellos. Todo los separaba, menos un punto: Dios es distinto a los hombres, en eso coincidían, es el rey de la creación y es el poder que domina el universo. Dios es el poder y  ya habrá tiempo de ponerse de acuerdo si lo ejerce a través de Enrique VIII, de Calvino,  o de San Pedro.
Belarmino es italiano y domina el hebreo. Cuando va a Holanda o a Inglaterra profiere sus monsergas en latín.
No ha sido Papa, todavía, y tal vez nunca lo sea. No le gusta la política.
Doblegará a los apóstatas de Pisa, está seguro, y si bien todavía  no ha podido  con este infiel por el cual ha descendido, hoy, a la negra y estrecha catacumba, por lo menos obtendrá la abjuración última de sus blasfemias.
Belarmino es el poder, en este instante.
Belarmino comienza a hablar.
– ¿Qué has decidido, Bruno…?
– …
– – ¿No puedes hablar? …  ¿O no quieres hacerlo?
– No… (Bruno jadea. Quiere hablar pero no puede).
– La negación, Bruno, ¡la negación…! Es lo único que has sabido hacer a lo largo de tu espantosa  vida: negar. El No es como el 6, ¿sabes? Ambos son hijos del demonio.
– No… , no  soy yo quien tiene que decidir…
– Debes abjurar de tus errores.
– Entonces debería negar.
– Negarlos sería afirmar la verdad de la Santa Madre Iglesia.
– Déjame en paz, Belarmino…
– La Causa es infinita y no cabe ¿sabes Bruno? preguntarse nada más. La Causa es divina, única y distinta.
– ¿En qué te basas?
– En la autoridad incontestada de Aristóteles y en la presencia viva de la Causa en la prosa del doctor Angélico. ¿No te basta?
– No…
– …
– ¿Quién decidirá entre Platón y Aristóteles?,  arremete Bruno.
– Torpe eres …
– La evidencia, Belarmino. Es la evidencia la que decide. La práctica es el único criterio de verdad.
– Estás loco, Bruno…
– Tu sensatez es el disfraz con el que ocultas mentiras e ignorancia en similar proporción.
– Eres violento, Bruno.
– …
– Escúchame bien, fraile. Al Santo Oficio le interesa que te libres del error por ti mismo, repudiándolo. Y que, seguidamente, te arrepientas. Hay, nolano, ocho proposiciones heréticas en tus Scriptum… ¡Abjúralas…!
– ¡Jamás…! Si lo hiciera me asimilaría a ustedes, despreciables hipócritas…
– No crees en el alma…
– El alma y el cuerpo participan de lo divino.
– Idolatras las montañas y los ríos…
– La naturaleza es  espejo de la divinidad.
– Niegas que Dios ha creado al hombre para salvarlo…
– ¿Sólo en esta tierra…?
– ¡No hay otros mundos humanos, hereje!
– ¿Cómo no negar tamaña estupidez…? De modo que…  que Dios nos haya creado a nosotros es razón para afirmar que no ha hecho lo mismo con otros, en otros mundos? Y a ellos, ¿quién los salvará? ¿O no necesitan salvación puesto que habrían nacido redimidos de toda falta?
– Tus ideas son extravagantes, Bruno…
– Eres espiritualmente pobre, Roberto.
– Hace siete años que estás preso… Bruno, muéstrate  razonable…  Sigue viviendo…
– Me das asco, Belarmino.
– Serás quemado…
– ¿Pronunciarás sin temor esa sentencia?
– Serás degradado…
– He ascendido a hombre. Lo demás no me importa.
– Serás expulsado de la santa e inmaculada Iglesia…
– Estoy con Dios, no con ustedes.
– Te has vuelto indigno de toda misericordia…
– Nada espero de tu institución.
– Tus libros serán quemados en la Plaza de San Pedro…
– Porque me temen.
¡Hereje inmundo…!!!

***

Como al destino le agradan –según hemos visto- las repeticiones y las simetrías, más de tres siglos y medio después, en la zona norte de la ciudad de Buenos Aires, sobre la Avenida del Libertador,  en un edificio que en ese entonces se llamaba escuela de mecánica de la armada, un joven fraile desfallece, desnudo, mojado y con su cuerpo cubierto de excrementos, sobre la fría estructura metálica de una cama oxidada, atadas a sus extremos  pies y manos con cadenas que hieren su carne, despellejan sus huesos y dejan al descubierto, lacerada, la ósea materia de que está hecho el cuerpo humano.

Dos oficiales de la escuela de mecánica, vestidos de impoluto uniforme brillante como el hábito de un cardenal, blanco como  el ampo que  cae lánguido y deviene agua sucia y derretida luego de posarse suavemente sobre la superficie de la tierra,  de uniforme níveo como ese copo que así ha venido a caer entre los hombres, lo miran con una mezcla innoble de temor y desprecio.

Nuevos instintos bestiales atenazan sus mugrientas almas. Han hundido la cabeza del sacerdote en un tacho inmenso lleno de agua y excrementos y han conectado electricidad al agua donde esa cabeza de hombre se halla sumergida. El horroroso golpe sacude al indefenso que está a merced de dos valientes hombres de uniforme nacidos en algún albañal (unos dicen que en Villa Elisa, otros que en Punta Alta). El  golpe terrible lo  sacude y no muere ahora, no muere por puro azar, porque el azar es innominable  y es incógnito y es impredecible.

Detienen el suplicio ahora y al correr de las horas vendrán de nuevo, se sentarán, vistiendo sus impecables uniformes blancos como la nieve con borlas de oro y azul y con bruñido metal en sus sables de protocolo, y ya sentados y fumando cigarrillos, preguntarán a la víctima:

– ¿Vas a hablar, cura…?
–  No… (es un susurro jadeante la voz de a víctima).
–  Siempre decís no… Siempre la negación Gazarri… Sos de una buena familia… Por qué sos la oveja negra vos, eh…?
–    No soy yo quien tiene que hablar…
– Entonces, quién?
– Ustedes…
– ¿Nosotros?
– Sí. Tendrán que explicarle a Dios y al mundo por qué hicieron esto…
– Sos un subversivo, vos…
– Y vos un hijo de puta…
El golpe en la cara explota en sangre y dientes arrojados al aire como una supernova que se extingue en un destello final.
– Sérpico… Sos capaz de pegarle a un fraile… Algún día te esconderás. Te esconderás en algún país extranjero. Te disfrazarás de algo que no sos. Ocultarás tu inmunda condición (la voz  de Pablo María Gazarri,  se escucha en un tenue hilo, casi inaudible).
– Luchamos por la patria y por Dios, nosotros. Vos, en cambio, sos un montonero… Sos un subversivo…
– Ustedes no luchan. A ustedes los usan los que tienen el poder.
– ¿Qué decís, hereje inmundo…?
– Que a Martínez de Hoz no lo puso Videla. A Videla lo puso la Sociedad Rural. Y ustedes hacen el trabajo sucio…
– Oíme, Gazarri –dice Sérpico-: vos sos de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen, no?
– …
– ¿Sos o no sos?
– …
– Sos de la Fraternidad del Evangelio, turrito. Y te dio por trabajar con los pobres, no?
– Como Cristo… Ustedes matan a Cristo todos los días…
– Estás con nosotros desde el 27 de noviembre. Estamos en febrero de 1976 y nadie sabe nada de vos. Sé razonable. Por última vez. ¿quién era tu jefe?
– …
– Vamos, che… Éste es irrecuperable.  Tiene que volar. Hoy es miércoles. Hay vuelos… A las 21, exactamente…

***
El verdugo de esta historia purga su pena en forma harto terrenal en un penal de la provincia de Buenos Aires. Morirá allí. Ha sido un hombre pobre de espíritu, como los padres que lo parieron y lo criaron. Un mediocre quídam del que mejor cabe decir que se trata, aún hoy, de un ignorante homúnculo, de un sucio reptil. Hacen apología de los crímenes sin nombre que cometieron. Tienen amigos que los visitan. Ejercen éstos, de ese modo, la ruindad de las víboras, la condición humana degradada, la maldad disfrazada, el resentimiento disimulado, la hipocresía como máscara… aunque se vistan de seda.

El cura Gazarri murió. Lo torturó un verdugo. También a Giordano Bruno, que ascendió a la hoguera en febrero del 1600. Ninguno supo nunca que han estado repitiendo una escena.  Éstos aquí, en Buenos Aires. Aquéllos en Roma, hace cuatro siglos.

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